miércoles, 30 de marzo de 2011

reborn: yoga

He tenido ocasión de vivir nuevas e intensísimas experiencias de meditación, a raiz del suceso que supongo que ya conocerán ustedes a estas alturas.
Sin duda, el yoga me ha ayudado mucho, sobre todo esa parte que no se ve, eso que ocurre internamente, dentro de mí. He estado postrado, sufriendo, y rápidamente acudían en mi ayuda las técnicas de respiración, la necesidad de tranquilizar mi espíritu -o mi mente, o acallar el ruido, llámenlo como quieran-. La calma era en mí, entonces.
Recuerdo estar tirado en el duro asfalto de Portimao, con la pierna grotescamente situada a mi izquierda, y el dolor, un horrible e intenso dolor, empezaba a apoderarse de mí. La ambulancia aún no había llegado, y llevaba apenas un minuto o dos allí, y ya dolía mucho, y yo sabía que aquello iba a doler todavía mucho más.
Con la respiración agitada, todavía el casco puesto y el mono abrochado hasta arriba, cerraba los ojos y me obligaba a pensar "tranquilo, Pedro", como si estuviera hablando con otra persona y yo lo viera todo desde fuera, "relájate, todo va a salir bien". Son esas cosas que salen en las pelis, ya saben, aquello de "todo va a salir bien", que se dice por sistema ¿no?. Hice un verdadero esfuerzo por frenar el ritmo de mi respiración, por ahuyentar la horrible sensación de un fémur roto en varias partes, por procurar ser un ser humano cabal, tranquilo incluso en esta situación extrema, posiblemente la más extrema que yo haya vivido.
Cuando la ambulancia al fin llegó, y varias personas me rodearon para estabilizarma y preparame, yo era totalmente consciente de todo, me encontraba bien, tranquilo. O sea, la pierna me dolía una barbaridad, pero pensé que nadie se moría de dolor: si hay dolor, hay vida, estas vivo, sin duda. Y me iban informando: "Pedro, tienes una fractura muito fea", "tes que relajaaarte". Y yo les contestaba que "vale, estoy bien, estoy tranquilo".
Hubo un momento en que no me llegaba el aire a los pulmones. No sé a qué achacarlo, si a los diversos y variados golpes que recibí en el tórax, si a un agobio pasajero, si a la escasez de sangre... Pedí que me quitaran el casco, y les costó un poco de trabajo hacerlo, pero lo lograron, y enseguida me sentí mucho mejor.
Luego, por fin, me inmovilizaron totalmente en una camilla con un collarín especial, supongo que lograron parar la hemorragia de la fractura abierta, y me abrieron una vía por donde empezó a circular suero. Tardaron, en total, unos cuarenta minutos en meterme en la ambulancia. Una enfermera llamada Sandra me acompañó en mi trayecto al hospital. Como el viaje fue tan dolorosísimo, yo cerraba los ojos y trataba de evadirme, respirar profundo y despacio, llenar los pulmones al máximo, sentir la inspiración y la expiración como si fuera lo único que importase en mi vida, en aquel preciso instante, y Sandra me interrumpía una y otra vez: "no te duermas, eh", y "ahora no debes dormir, aguanta". Yo no pensaba en dormir, ni mucho menos, el dolor me lo impediría de todos modos, pero tampoco tenía ganas ni energía para explicarle que estaba aplicando ciertas técnicas de pranayama para mejorar mi estado.
Hice más uos intenso del yoga durante mi estancia, sobre todo al principio, en el hospital de Portimao, para aguantar las numerosas tropelías físicas a las que fui sometido.
Posteriormente, durante mi estancia en el Virgen del Rocío, también acudía al yoga varias veces al día, siempre en un estadio mental, en una práctica callada y secreta, absolutamente personal. Ojalá hubiera podido levantarme por las mañanas para hacer unos saludos al sol, unas torsiones y estiramientos, o algunas asanas de potencia de esas que te dejan reventado y luego duermes como un niño chico. Pero no pude, ni puedo.
Ayer estuve intentando hacer algo, pero me pareció totalmente irreal y extraño. Mi cuerpo se encuentra a menos del 40%, supongo, y cualquier gesto o esfuerzo que se salga de lo común me deja literalmente muerto. Sentado en la cama hice unas respiraciones profunda elevando y bajando los brazos para ayudar a que el pecho se hinchara más. Hice unos giros de torax, que más bien fueron minigiros, activé los hombros y las muñecas, intenté alargar la columna al máximo... pecata minuta, aunque supongo que para algo servirá. No puedo, ni debo, usar las piernas, de modo que se me escapa el 95% de las asanas que conozco. Seguramente hay mucho yoga terapéutico que se pueda aplicar a mi caso, pero lo desconozco. No obstante, no me quejo, seguiré intentando lo imposible, hago mis ejercicios de flexión y extensión de rodilla, algunos abdominales, he descubierto que tenía totalmente muerto e ineficaz el bicep femoral izquierdo, y en dos días ya lo muevo bastante en un amplio recorrido. Cada día noto avances respecto del día anterior, lo cual es muy positivo para mi sique, me anima a que siga con mi rutina de ejercicios, que cambio prácticamente a diario para que no sea eso, una rutina, sino algo más creativo que ayude y me ilumine.
A veces es difícil, pero nadie me dijo que fuera a ser fácil. Ya me explicó el doctor Belascoaín que para mí, el principio era justo el día siguiente a la operación en la que me introdujeron el clavo. Y que iba a ser un camino largo y a veces duro.
Da igual, yo me considero un tipo duro, aunque no lo parezca para nada.
Todo esto me ha cambiado para siempre, y no hablo de la pierna o de lo físico. La experiencia mental, la lucha diaria contra el insomnio, la rutina, el aburrimiento, el dolor, la fatiga... todo ello me hará mejor, más fuerte, más válido.

¡¡Estoy completamente convencido de ello!!

lunes, 28 de marzo de 2011

domingo, 27 de marzo de 2011

reborn: el pudor

Yo he pisado un hospital muy pocas veces, y nunca por mi causa. Como ustedes saben recientemente esto ha cambiado.
Vivir en primera persona una estancia más o menos prolongada en la 320 de trauma del HUVR de Sevilla, poco más de dos semanas, ha hecho que mi mente se abra hasta límites insospechados. La convivencia con el dolor, el horror de la noche insomne, la falta de intimidad junto a seres desconocidos... son elementos que pueden formar un cocktail fatal para algunas mentes débiles.
No obstante, me considero una persona con cierta capacidad de adaptación. Soy de natural observador, desde chiquitito, y me pliego a las circunstancias reinantes, no sin antes sopesar la conscuencias -claro está, no soy un descerebrado gilipollas, o eso creo-.
Al grano, coño, que me enrollo: el pudor. Es ello que se instala en nuestros cerebros ya cuando somos unos pequeñines, ese sentimiento de vergüenza que nos invade y nos obliga a ocultar nuestros genitales, o a no practicar determinadas coductas en público. Bueno, pues en un hospital, cuando usted es ingresado, su escala de pudor desaparece, o se ve reducido su valor a un estado tan ínfimo que llega un momento en que uno se pregunta si alguna vez lo tuvo.
Por supuesto, como en todo, hay varias fases o estadios de pudor en el hospital, y no todos los pacientes se ven afectados por igual. Me ceñiré a mi caso concreto, porque es el que conozco de primera mano.
Al principio, tirado en el asfalto del Autodromo do Algarve, en Portimao, ya me iban diciendo "te estamos quitando las botas", y a continuación "te vamos a cortar el mono". Se referían a rajar con una megatijera mi apreciado mono de cuero de canguro que tan fantásticamente se adaptaba a mi cuerpecillo, y que hizo su función perfectamente en el accidente, evitando males mucho mayores.
Eso fue el inicio. Yo sólo contestaba "corte, corte, no hay problema". En ningún momento pensé en los cientos de euros que se iban al carajo, eso no es propio de mi mentalidad moderna y adaptada a los acontecimientos: el mono había ya cumplido su cometido brillantemente, y punto. Llegó el sacrificio, era lo lógico. De modo que me quedé en mis slip-boxer, marcando un micropaquete, y una camiseta empapada en sudor.
Ya en el el Hospital Barlovento Algarvio, Manolo, un enfermero español que me fue de una gran utilidad como traductor y tranquilizador moral, me iba dando los siguientes avisos: "te vamos a cortar la camiseta", y después "fuera el calzoncillo". Y así me quedé en pelotas, con una mantita de esas térmicas metálicas que parecen de papel albal como única protección de las miradas indiscretas. Luego, Manolo siguió con "te vamos a girar un poco para cerrarte la herida", bien, bastante doloroso, pero se aguantó. "Ahora te vamos aponer una tracción, no te asustes, te ponermos anestesia local". Este momento prefiero no reproducirlo aquí y ahora. Más tarde, ya un poco tranquilo porque me habían empezado a meter analgésicos por una vía, "te ponemos una sonda vesical para comprobar que no hay sangre en la orina". "Vale, sin problema". Dicha sonda, que es el tubito que te introducen por el pene hasta la vejiga, que la colocó un jovencísimo enfermero luso, que parecía salido de un cuadro del Renacimiento. Tardó en hacerlo cero coma, o sea, el niño tenía experiencia o mi pene, por su microtamaño post traumático, facilitó mucho la labor. Ni me enteré.
Como ven, hasta este punto ya he sido desnudado públicamente, observado por varios pares de ojos, masculinos y femeninos indistintamente, e incluso me han toqueteado el miembrito.
Desde ese primer día hospitalario, mi estado habitual sería el de "en pelotas", simplemente tapado por una sábana.
Doy por sentado que todos los que intervinieron en mis dos operaciones se recrearon comentando mi aspecto lamentable, tumbado en la camilla, o amarrado al potro de operaciones.
Una vez instalado en mi añorada 320, con el paso de los días comprendo rápidamente la rutina: desayuno, cura de heridas, aseo personal completo, cambio de sábanas, visita del médico, toma de pastillas varias o cambio de perfusiones y toma de temperatura, almuerzo, drogas, siestecita, cena a las ocho de la tarde, drogas, zumito o yogur a las doce de la noche, más drogas, y a intentar dormir.
Si se fijan, hay un apartado llamado "curas", en el que una enfermera, auxiliada por otra u otras enfermeras o auxiliares, me magrea, limpia, desinfecta, cambia vendajes, aprieta en busca de supuraciones, cambia una vía obstruida, etc. También puede ser un enfermero, como los eficientísimos Juan Antonio -el number one- y Manuel, que tan magníficamente desempeñan su labor en el HUVR.
En el momento "lavado integral", llevado a cabo por auxiliares y alguna enfermera, se trata de ello: unas esponjitas con jabón incorporado son friccionadas por todo mi cuerpo, salvo por mis partes que lo hago yo mismo. La espuma puede ser aclarada o no con unas botellitas flexibles que echan chorros de agua templada sobre mi desnudo body, por sobre todo él, con buena puntería. Un día me lavaron dos enfermeras en prácticas de la Escuela de Enfermería, que tendrían entre 19 y 22 añitos. Nada morboso, no crean, no estaba yo para alegrías eróticas, y eso que eran bastante guapas y  potables.
Doy estos detalles para que se hagan una idea del significado que tiene el pudor allí.
Pero esperen, que ahora llega el cénit antipudoroso, el cúlmen de la no vergüenza: el momento cuña.
Para el que no lo sepa, una cuña es un objeto atroz, ideado en la Edad Media, supongo, que sirve para hacer las necesidades en la cama.
Ello es:


Llevaba yo cinco o seis días sin dar de cuerpo. Yo no me preocupaba porque los tres primeros días no había prácticamente comido nada de nada. El resto de los días comí poco y mal, pero el organismo es sabio, y quería evacuar lo que fuera que hubiera en mis entrañas. Llamé al enfermero Manuel que era el que estaba de turno, y éste avisó a una auxiliar casi sesentona, menuda y muy graciosa, llamada Encarni, que sería la encargada del evento. "¿Quieres una ayuda?", me preguntó Encarni, pero le dije que no, que tenía grandes ganas, y que iba a intentarlo de forma natural, ya me entienden.
Pero aquello de natural no tenía nada, ¿saben? En primer lugar, yo presentaba un cuadro típico de estreñimiento de hospital -motivado por el cambio de alimentación, la inactividad y el montón de fármacos que inundaban mi torrente sanguíneo-. En segundo lugar, la postura no era cómoda en absoluto para defecar, tumbado boca arriba, en la horizontalidad más absoluta. En tercer lugar, la pierna rota, que impedía mejorar la postura o adoptar otras maneras de hacer fuerza, por ejemplo. Hay otras cuestiones que pueden empeorar la situación, como la presencia de un compañero de habitación, pero todo esto ocurrío en un impasse en que estuve un par de días solo en la 320.
Al turrón. Después de largo rato empujando como embarazada salida de cuentas, y ver que allí no se movía nada, tuve que llamar a Encarni a voces, para que me diera una solución. "Ahora mismo te preparo una ayudita". La ayudita era un enema que trajo preparado dentro de una perita o vejiga, a introducir via anal en mi organismo aturullado. Para ello me quitó la cuña y la llevó al baño, volvió, y mientras Manuel me ayudaba a girarme sobre mi lado izquierdo, ella trataba de introducir la perita en mi esfinter, a base de ensayo y error. Y yo me quejaba y le decía "coño, Encarni, que por ahí no es", y ella se reía y decía que encendiera la luz, que es que yo tenía el agujero muy chico. "Claro que lo tengo chico, ¿no ves que por ahí no ha entrado nunca ni el bigote de una gamba?", y la Encarni y el Manuel se partían de la risa... y entonces acertó, y apretó la vejiga varias veces y me introdujo todo ese líquido horrible en el recto. Encarni se fue a buscar la cuña para colocármela debajo mientras Manuel me decía que tenía que aguantar dos minutos, porque si no, no serviría para nada y habría que hacerlo todo de nuevo. Y el enema te proporciona unas horribles e irrechazables ganas de obrar. Imperiosa y urgentemente. De modo que empecé a gritar, a todo volumen, con la puerta de la habitación abierta y todo: "¡Encarniiiiii, corre que me giñooooooooo!", y Encarni venía corriendo, muerta de risa, y me colocó la cuña de los cojones.
Bueno, el fin de la historia es que por fín obré, y de qué manera. Les ahorraré los detalles más escatológicos. Encarni volvió más tarde para limpiarme, que me dejó como los chorros del oro.

Lo dicho, ya nada me importaba. No sólo me habían visto, tocado, observado, estudiado, enjabonado y desenjabonado, sino que habían limpiado el culo y todo. Mi conciencia social se encontraba a otro nivel, sin duda. Y ahora me pregunto ¿eso será bueno o malo?

viernes, 25 de marzo de 2011

varios





Countach QV

Carlos Soria

Queridos míos, ya saben ustedes que últimamente estoy un poco sensible y todo eso, y no he podido evitar emocionarme totalmente visionando este pequeño reportaje sobre el personaje de Carlos Soria:




jueves, 24 de marzo de 2011

reborn: los compañeros de habitación

Durante mi breve estancia en el hospital Barlovento de Algarve, compartí habitación -de la que nunca supe el número de la misma, ni la planta del hospital en que me hallaba, tal era mi estado- con dos personas a la vez: un joven recién operado del tobillo que lo pasaba bastante mal por la noche, y un viejito que cada vez que respiraba parecía que fuera a ser la última. Ese pobre diablo no respiraba, practicaba estertores, apenas podía hablar, y además estaba medio sordo porque las enfermeras -sin bigote- le daban unas voces cojonudas. Poco más puedo decir de aquellos compañeros del área de ortopedia, que es como allí llaman a traumatología.
Cuando llegué al Virgen del Rocío empezó lo bueno. Aparte de que fui operado en el ipso facto nada más entrar por la puerta, cuando me llevaron a la que sería mi jaula durante dieciséis días, la 320, fui recibido con gran alegría y casi alboroto por Curro El Veo. ¡Qué grande Curro, sí!
Curro es un señor de 75 años al que acababan de poner una prótesis en la rodilla, y desprendía vitalidad por todos los poros de su cuerpo. Le encantaba el Diario de Patricia, el programa de Juan Imedio, y la serie Arrayán. Yo, por supuesto, no sólo permitía que viera tales engendros televisivos, sino que además los patrocinaba gustosamente. Jamás lo escuché quejarse, antes al contrario, bromeaba constantemente y le tiraba los tejos a las jóvenes enfermeras en prácticas. Normal: tenía una bomba de morfina directamente enchufada en la femoral. Flipa. A veces, viendo que me retorcía en la cama, o que yo resoplaba un poco y trataba de mover la pierna para cambiar la postura, me preguntaba "¿te duele?", y fuera cual fuera mi respuesta, indefectiblemente añadía "pues a mí nada de nada, estos médicos son muy buenos". En su total inocencia ni siquiera sabía lo que tenía colocado en la pierna. Dicen que cuanto menos sabes, más feliz eres, y en el caso de Curro puedo aseverar que se cumplía la máxima. Una mañana mi esposa llegó con la prensa diaria, y le ofreció un periódico a Curro, y éste le contestó "pero si yo no sé leer, hija mía". Y a mí me maravillaba, porque se pasaba el día contándome aventuras y anécdotas de su vida una detrás de otra. Todo lo que aquel hombre ha vivido sin saber leer ni escribir, es alucinante. Es un hombre que se ha dedicado al campo toda su vida, y tuvo la suerte de pegar un pelotazo vendiendo un terrenito hace ya muchos años. Le encanta la caza, pero como ya tiene una edad y yo creo que a lo mejor no ve ni medio bien, entregó los "papeles" de las escopetas y ahora caza liebres con sus amados galgos, a los que enseña desde cachorros, y a veces se los roban -eso es porque son buenos, no cabe duda-. Se construyó un buen chalet en una parcela a las afueras de Utrera, y por la descripción que me hizo tiene que ser un poco JesulíndeUbrique Style: mármoles a tutiplén, escaleras, balaustradas barrocas, y una escalera interior de caracol para acceder a la segunda planta. Ahora, como está jodido con la rodilla, y a su mujer, su Carmen -que no cocina, sino que dibuja los platos, textualmente dixit-, está recién operada de la cadera, se ve obligado a venderlo para buscarse algo de planta baja. "¿Tienes piscina, Curro?", le pregunto, y me dice "piscina no, una playa parece aquello". Qué grande, qué grande, madre mía.
Curro el Veo tiene cinco hijos, nueve nietos, y un biznieto en camino -de un penalty de su nieto mayor, que ha dejado preñada a su novia de 17 años, ahí es nada-. Pero sólo estuvo por allí su hijo Manolo, recientemente viudo, un hermano, el nieto de la discordia, y dos cuñadas cotorras e impertinentes a las que trató de manera caballerosa y galante, por supuesto. Después de darle el alta me llamó un par de veces para saber cómo iba yo evolucionando. Está pendiente una barbacoa en su campito cuando yo esté recuperado.

Fuese Curro, y a los dos días llegó por la mañana José Roberto, un señor entrado en la cincuentena, al que operaron a mediodía de su rotura de dos manguitos rotadores del hombro derecho. La vuelta del quirófano fue un poema, imaginen ustedes, por favor, ese hombre postrado muy dolorosamente, con el ceño fruncido y los ojos apretados, sujetándose el brazo malo con el bueno, rodeado de catorce familiares. Yo en mi cama, y mi madre en un rinconcito, viendo atónitos cómo esposa, hermanos, cuñados, hijos, novias de los hijos, algún primo, rodeaban la cama de José Roberto quitando toda posibilidad de que el oxígeno llegara a sus pulmones. Y ese era el plan, por lo visto, estar allí, de pie, sin hacer ni decir nada, mirando impasiblemente al pobre hombre. "Te duele mucho, verdad?", repetía una y otra vez su mujer, de cuyo nombre no me acuerdo.
Al día siguiente, después de que José Roberto no pegara ojo, ni dejara a los demás pegarlo, le dieron el alta y se fue sin siquiera despedirse.

Otro par de días, y una tarde se incorporó a la 320 un treintañero llamado Oliverio. "Sí, pero llámame Oliver, por favor", me dijo. Era el típico poligonero, oriundo de la barriada de San Pablo, o sea, más poligonero imposible, pero un buen chico, con su trabajo estable, avispado, ocurrente, y con un humor ácido y a veces negro, rayando en lo inglés, por lo que congeniamos estupendamente. Se quedaba a cuidarlo su novia Ana, una chica guapísima aunque demasiado delgada, o bien su madre, Elena, una curiosa señora con el don de la videncia. Verídico.
Oliver, como buen poligonero, es aficionado al fútbol, y encima, además sevillista. Me tuve que tragar dos o tres partidos de Champions y de liga, pero tampoco fue muy grave. Me dejó muy buen sabor de boca, porque era especialmente sensible al dolor ajeno, concretamente al mío, y rogaba a las visitas que bajaran la voz si me veía un poco jodido. Le operaron del ligamento cruzado interno, que se rompió jugando, como no, al fútbol, y le dieron el alta a los tres o cuatro días. La verdad es que con él me reí bastante, y eso siempre se agradece cuando llevas tantos días tumbado boca arriba, sin cambiar de posición.

Otro utrerano, de nombre Alfonso, fue el siguiente fichaje. Este hombre de 44 años iba a ser operado de la cadera, le iban a poner una prótesis en la cabeza del fémur. De él no puedo decir gran cosa, pues era más reservado que los demás, aunque educado, eso sí. Su esposa Trini le acompañaba, pero no llevaban bien lo de estar allí encerrados, y padeció grandes dolores tras la operación que le dieron la noche. Y a mí, claro. Bueno, uno aprende a convivir no sólo con su propio dolor, sino con el de los demás también. Así es el día a día en el hospital.
Esta vez, el alta me lo dieron a mí, conque no sé si remitieron los terribles dolores de Alfonso o no.

Siento no poner placas positivadas a modo de imágenes virtuales de los personajes citados, pero la Ley de Protección de Datos va cerrando el círculo cada vez más. Esta entrada a algunos les parecerá un poco rollo, supongo, pero creo que es indispensable para comprender un poco mejor la idea global de la estancia en la 320.

miércoles, 23 de marzo de 2011

reborn (II)

Como hoy la enfermera a domicilio me ha quitado todas las grapas, y eran un montón, he recordado que tenía que ir contando alguna anécdota de mi estancia hospitalaria más reciente.
Antes, dado el feedback recibido sobre el éxito de la radiografía famosa, colgaré ahora, para mayor mofa y escarnio al dolor sufrido -ahora miro atrás e incluso me sonrío, pero las he pasado bastante putas a pesar de estar drogado hasta las cejas-, unos pictogramas que pueden resultar interesantes.
En primer lugar, explicaré el concepto de "tracción". Cuando se rompe un hueso como el fémur, hay que aplicar tracción para mantener la pierna con su longitud adecuada, ya que los músculos que rodean el hueso roto tienden a contraerse y formar un bloque, lo que puede resultar muy peligroso porque los fragmentos de hueso pueden cortar y dañar tejidos, arterias, nervios, etc. Claro, uno ve la RX, y sólo ve un puzzle de huesitos muy curioso, pero tengan en cuenta que igualmente hay un buen puñado de músculos aplastados, rotos, vasos sanguíneos triturados, nervios comprimidos y seccionados... un puto desastre, la verdad.
Volvamos a la tracción: se consigue tirando, de ahí su nombre. El método consiste en coger un taladro, atravesar la rodilla con la broca adecuada, colocar un hierrito en el agujero resultante, y enganchar un peso o lastre -en mi caso siete kg- mediante un sistema de poleas. Si les soy sincero, no fue agradable lo del taladro. Al contrario, ha sido la experiencia más gore de mi vida, con mucha diferencia, mucho peor que el impacto de comprobar, tirado en el suelo del circuito, que la pierna tenía una postura absolutamente antinatural. Como les digo, me sujetaron entre cuatro personas, y una enfermera aplicó el black&decker sin contemplaciones y sin esperar a que una suscinta mini-anestesia local hiciera el más mínimo efecto.
Ahora sé lo que siente el cochino cuando es ajusticiado por el matarife de turno, ahora comprendo el chillido atroz del porcino en ese momento final. Yo aullé de igual modo, "para, para, paraaaaaaa", pero nada, siguió hasta que la broca salió por el otro lado.
HORRIBLE.
Todo para esto:


Pensé que estos portugueses estaban locos, sinceramente. Después, una vez en Hispanistán, pregunté a mis enfermeras de confianza y me confirmaron que el método era ese, pero que, curiosamente, hay que gente que ni se enteraba, y otras personas, como yo, que veían el mismísimo Infierno por la puerta principal. Mala suerte, chato.

Les cuelgo, asimismo, una photo del resultado satisfactorio de la primera operación, consitente en eliminar la tracción y colocar un "fijador externo", un mecano de piececillas anodizadas en gris y azulito, muy mono:



La anestesista jefa no me quería operar porque decía que yo tenía pinta de estar medio muerto, y el traumatólogo, a quien seguramente debo mi vida, insistió con un contundente argumento final: "si no le operamos ahora mismo, quizá no le podamos operar nunca.". Imagínense esa conversación conmigo delante, ahí tumbado, hecho una auténtica piltrafa humana, con los niveles de hemoglobina por los suelos, los ánimos casi inexistentes, y con una nula capacidad de raciocinio o de captación de la realidad que me rodeaba.
Al día siguiente de dicha operación, que fue el 1 de Marzo, el doctor Andrés Puente, un jovencito que rondará los treinta y pocos, con pelo rizado y desaliñado, gafas redondas, alto y delgado, me reconoción en la habitación que yo había llegado al Virgen del Rocío en un estado brutalmente lamentable, que aparte de la pierna rota, tenía todo mi ser muy malito, con una gran pérdida de sangre -es lo que tienen las fracturas abiertas y múltiples como la mía-, desnutrido, débil... en las últimas.

Ya está bien por hoy. Esta entrada en principio iba a ser algo gracioso y entretenido, pero ha tomado unos derroteros un poco gore y quizá gratuitamente desagradables, pero quiero dejar constancia de lo mal que lo he pasado, para que así valoren más las cosillas graciosas que contaré en adelante.

lunes, 21 de marzo de 2011

reborn

Sí, así me siento.
Mis escasísimos seguidores ya habrán notado algo raro, una ausencia extraña, una falta de publicación inusitada. Todo tiene un porqué, y el mío fue una Hostia, así, con mayúsculas. Una caída en la curva más rápida del circuito de Portimao, y posterior atropello por otro motorista, ha tenido como consecuencia esto:


Mola, eh!
Ahora me río, a ratos. Ya me dieron el alta hospitalaria y paso como el tiempo en mi casa, como buenamente puedo. Voy de un sillón a otro, y del otro a un sofá. Después al WC, y de ahí puedo decidir dirigirme a la habitación que me han habilitado en la planta baja de la casa. Todo ello apoyándome en un andador, como un viejito de 90 años. Muletas no, ya que tengo una luxación grado tres en la clavícula izquierda, y no me dejan usarlas.
En fin, no quiero que esta entrada se convierta en un repertorio de desdichas, y antes al contrario, las próximas intervenciones tratarán de anécdotas y situaciones curiosas que viví en los hospitales, que hay mucho que contar.