domingo, 27 de marzo de 2011

reborn: el pudor

Yo he pisado un hospital muy pocas veces, y nunca por mi causa. Como ustedes saben recientemente esto ha cambiado.
Vivir en primera persona una estancia más o menos prolongada en la 320 de trauma del HUVR de Sevilla, poco más de dos semanas, ha hecho que mi mente se abra hasta límites insospechados. La convivencia con el dolor, el horror de la noche insomne, la falta de intimidad junto a seres desconocidos... son elementos que pueden formar un cocktail fatal para algunas mentes débiles.
No obstante, me considero una persona con cierta capacidad de adaptación. Soy de natural observador, desde chiquitito, y me pliego a las circunstancias reinantes, no sin antes sopesar la conscuencias -claro está, no soy un descerebrado gilipollas, o eso creo-.
Al grano, coño, que me enrollo: el pudor. Es ello que se instala en nuestros cerebros ya cuando somos unos pequeñines, ese sentimiento de vergüenza que nos invade y nos obliga a ocultar nuestros genitales, o a no practicar determinadas coductas en público. Bueno, pues en un hospital, cuando usted es ingresado, su escala de pudor desaparece, o se ve reducido su valor a un estado tan ínfimo que llega un momento en que uno se pregunta si alguna vez lo tuvo.
Por supuesto, como en todo, hay varias fases o estadios de pudor en el hospital, y no todos los pacientes se ven afectados por igual. Me ceñiré a mi caso concreto, porque es el que conozco de primera mano.
Al principio, tirado en el asfalto del Autodromo do Algarve, en Portimao, ya me iban diciendo "te estamos quitando las botas", y a continuación "te vamos a cortar el mono". Se referían a rajar con una megatijera mi apreciado mono de cuero de canguro que tan fantásticamente se adaptaba a mi cuerpecillo, y que hizo su función perfectamente en el accidente, evitando males mucho mayores.
Eso fue el inicio. Yo sólo contestaba "corte, corte, no hay problema". En ningún momento pensé en los cientos de euros que se iban al carajo, eso no es propio de mi mentalidad moderna y adaptada a los acontecimientos: el mono había ya cumplido su cometido brillantemente, y punto. Llegó el sacrificio, era lo lógico. De modo que me quedé en mis slip-boxer, marcando un micropaquete, y una camiseta empapada en sudor.
Ya en el el Hospital Barlovento Algarvio, Manolo, un enfermero español que me fue de una gran utilidad como traductor y tranquilizador moral, me iba dando los siguientes avisos: "te vamos a cortar la camiseta", y después "fuera el calzoncillo". Y así me quedé en pelotas, con una mantita de esas térmicas metálicas que parecen de papel albal como única protección de las miradas indiscretas. Luego, Manolo siguió con "te vamos a girar un poco para cerrarte la herida", bien, bastante doloroso, pero se aguantó. "Ahora te vamos aponer una tracción, no te asustes, te ponermos anestesia local". Este momento prefiero no reproducirlo aquí y ahora. Más tarde, ya un poco tranquilo porque me habían empezado a meter analgésicos por una vía, "te ponemos una sonda vesical para comprobar que no hay sangre en la orina". "Vale, sin problema". Dicha sonda, que es el tubito que te introducen por el pene hasta la vejiga, que la colocó un jovencísimo enfermero luso, que parecía salido de un cuadro del Renacimiento. Tardó en hacerlo cero coma, o sea, el niño tenía experiencia o mi pene, por su microtamaño post traumático, facilitó mucho la labor. Ni me enteré.
Como ven, hasta este punto ya he sido desnudado públicamente, observado por varios pares de ojos, masculinos y femeninos indistintamente, e incluso me han toqueteado el miembrito.
Desde ese primer día hospitalario, mi estado habitual sería el de "en pelotas", simplemente tapado por una sábana.
Doy por sentado que todos los que intervinieron en mis dos operaciones se recrearon comentando mi aspecto lamentable, tumbado en la camilla, o amarrado al potro de operaciones.
Una vez instalado en mi añorada 320, con el paso de los días comprendo rápidamente la rutina: desayuno, cura de heridas, aseo personal completo, cambio de sábanas, visita del médico, toma de pastillas varias o cambio de perfusiones y toma de temperatura, almuerzo, drogas, siestecita, cena a las ocho de la tarde, drogas, zumito o yogur a las doce de la noche, más drogas, y a intentar dormir.
Si se fijan, hay un apartado llamado "curas", en el que una enfermera, auxiliada por otra u otras enfermeras o auxiliares, me magrea, limpia, desinfecta, cambia vendajes, aprieta en busca de supuraciones, cambia una vía obstruida, etc. También puede ser un enfermero, como los eficientísimos Juan Antonio -el number one- y Manuel, que tan magníficamente desempeñan su labor en el HUVR.
En el momento "lavado integral", llevado a cabo por auxiliares y alguna enfermera, se trata de ello: unas esponjitas con jabón incorporado son friccionadas por todo mi cuerpo, salvo por mis partes que lo hago yo mismo. La espuma puede ser aclarada o no con unas botellitas flexibles que echan chorros de agua templada sobre mi desnudo body, por sobre todo él, con buena puntería. Un día me lavaron dos enfermeras en prácticas de la Escuela de Enfermería, que tendrían entre 19 y 22 añitos. Nada morboso, no crean, no estaba yo para alegrías eróticas, y eso que eran bastante guapas y  potables.
Doy estos detalles para que se hagan una idea del significado que tiene el pudor allí.
Pero esperen, que ahora llega el cénit antipudoroso, el cúlmen de la no vergüenza: el momento cuña.
Para el que no lo sepa, una cuña es un objeto atroz, ideado en la Edad Media, supongo, que sirve para hacer las necesidades en la cama.
Ello es:


Llevaba yo cinco o seis días sin dar de cuerpo. Yo no me preocupaba porque los tres primeros días no había prácticamente comido nada de nada. El resto de los días comí poco y mal, pero el organismo es sabio, y quería evacuar lo que fuera que hubiera en mis entrañas. Llamé al enfermero Manuel que era el que estaba de turno, y éste avisó a una auxiliar casi sesentona, menuda y muy graciosa, llamada Encarni, que sería la encargada del evento. "¿Quieres una ayuda?", me preguntó Encarni, pero le dije que no, que tenía grandes ganas, y que iba a intentarlo de forma natural, ya me entienden.
Pero aquello de natural no tenía nada, ¿saben? En primer lugar, yo presentaba un cuadro típico de estreñimiento de hospital -motivado por el cambio de alimentación, la inactividad y el montón de fármacos que inundaban mi torrente sanguíneo-. En segundo lugar, la postura no era cómoda en absoluto para defecar, tumbado boca arriba, en la horizontalidad más absoluta. En tercer lugar, la pierna rota, que impedía mejorar la postura o adoptar otras maneras de hacer fuerza, por ejemplo. Hay otras cuestiones que pueden empeorar la situación, como la presencia de un compañero de habitación, pero todo esto ocurrío en un impasse en que estuve un par de días solo en la 320.
Al turrón. Después de largo rato empujando como embarazada salida de cuentas, y ver que allí no se movía nada, tuve que llamar a Encarni a voces, para que me diera una solución. "Ahora mismo te preparo una ayudita". La ayudita era un enema que trajo preparado dentro de una perita o vejiga, a introducir via anal en mi organismo aturullado. Para ello me quitó la cuña y la llevó al baño, volvió, y mientras Manuel me ayudaba a girarme sobre mi lado izquierdo, ella trataba de introducir la perita en mi esfinter, a base de ensayo y error. Y yo me quejaba y le decía "coño, Encarni, que por ahí no es", y ella se reía y decía que encendiera la luz, que es que yo tenía el agujero muy chico. "Claro que lo tengo chico, ¿no ves que por ahí no ha entrado nunca ni el bigote de una gamba?", y la Encarni y el Manuel se partían de la risa... y entonces acertó, y apretó la vejiga varias veces y me introdujo todo ese líquido horrible en el recto. Encarni se fue a buscar la cuña para colocármela debajo mientras Manuel me decía que tenía que aguantar dos minutos, porque si no, no serviría para nada y habría que hacerlo todo de nuevo. Y el enema te proporciona unas horribles e irrechazables ganas de obrar. Imperiosa y urgentemente. De modo que empecé a gritar, a todo volumen, con la puerta de la habitación abierta y todo: "¡Encarniiiiii, corre que me giñooooooooo!", y Encarni venía corriendo, muerta de risa, y me colocó la cuña de los cojones.
Bueno, el fin de la historia es que por fín obré, y de qué manera. Les ahorraré los detalles más escatológicos. Encarni volvió más tarde para limpiarme, que me dejó como los chorros del oro.

Lo dicho, ya nada me importaba. No sólo me habían visto, tocado, observado, estudiado, enjabonado y desenjabonado, sino que habían limpiado el culo y todo. Mi conciencia social se encontraba a otro nivel, sin duda. Y ahora me pregunto ¿eso será bueno o malo?

2 comentarios:

  1. sergi v29.3.11

    Jajajaja!

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  2. Hola Don Pedro, note usted mi cambio de comportamiento hacia su persona y es que no puedo evitarlo.
    Ya sabía yo de su desafortunado incidente moteril de su época de quemado, pero esto que he leido en su blog con la etiqueta reborn, me ha dejado anonadado.
    Me ha dolido todo lo que ha contado sin tan siquiera haberlo vivido.
    Mi rotura de clavicula de hace dos años es algo totalmente anecdótico comparado con esto que estoy leyendo.
    El verano ya toca a su fin, pronto podremos rodar de nuevo en sintonia.
    Le saludo atentamente.

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