viernes, 13 de octubre de 2017

Una escapada atípica

Se acabó el verano, y con él, el viento se fue.
Sequía importante, motivada por este clima anticiclónico que nos ha invadido de forma pertinaz. Las semanas transcurren sin que se cuele ese elemento atmosférico que nos permite disfrutar de nuestro deporte-arte favorito, y me veo obligado a emigrar en busca de condiciones propicias. Ya saben aquello de si Mahoma no va a la montaña...

Así que tras un par de infructuosos intentos que no cuajaron por motivos de agenda, o ausencia de acompañantes, por fin este miércoles me he liado la manta y me embarqué rumbo a Caños de Meca, uno de mis habituales spots de invierno. El limitador de velocidad me acompañó en esta pequeña aventura.

El pronóstico era medio bueno, con vientos estimados entre 19 y 25 nudos, cosa que se materializó a partir de las 12 del mediodia. Un Sol brillante nos acompañó, con temperaturas más propias de mayo o junio que de mediados de octubre, y ella estuvo maravillosamente sentada en su silla de playa leyendo su tablet y hablando por el celular, mientras yo me batía el cobre disfrutando de un asurado Levante, bastante constante y con la intensidad perfecta para mi 9 metros. 

Antes de meterme en el agua, y mientras esperaba a que el viento hiciera su aparición, dimos un paseo hasta el faro del Cabo de Trafalgar, que nos regala unas vistas agradables y paisajes bastante fotografiables. A ella le encantó. A mí también.

En la carreterilla que sube hasta el faro, con Caños al fondo.

Como siempre, tras una buena navegada no puede faltar la pertinente cerveza para reponer sales e hidratarse, la bebida ideal y recomendada:






Quisimos almorzar en un magnífico restaurante local llamado Castillejos, pero estaba cerrado por fin de temporada. Una pena, pues yo ya lo conozco y quería sorprender al limitador. Tras otro fiasco en otro restaurante de la localidad, que no sirve comidas los miércoles, le hice un par de tomas a mi acompañante, y nos dirigimos a Barbate, que está a cinco minutos.



Guardo gratísimos recuerdos del restuarnte El Campero, donde he tenido el placer y la dicha de flipar con sus platos, y una vez llegué a llorar, verídico, de la emoción, tras probar un plato. Jamás olvidaré ese día tan grande.

Tras revisar la carta, horrorizado por la subida meteórica de sus precios (the cook is rich, yes, and my mother is in the kitchen), decidimos pedir, entre otras cosas, una selección de atún, de la que tomé instantánea:



Nada fuera del otro mundo. Quizá el tartar es lo que sobresalía en un conjunto pasado de rosca con los euros que pidieron a cambio. La parpatana asada con una salsa especial que vino después no estuvo mal, aunque escasa en la ración, claramente. Los postres, muy decentes, pequeños y caros.

Siento tener que apelar tan seguidamente al espinoso tema del precio, pero es que este sitio antes no era así, se han vendido a la muchedumbre, a la moda, y han hecho las cosas típicas que van a alejar a cierto tipo de cliente y, por demás, acabará con ese negocio como era, como lo conocimos al principio. Se han eliminado muchas de las cosas que nos gustaban, y se han añadido demasiadas mesas convirtiendo aquello en un comedero, se ha anexionado el local adyacente y se ha metido allí una barra donde se sirven tapas y raciones, igual que en la ampliación acometida en una terraza exterior, al más puro estilo de chiringuito de playa o similar.
¿Sabéis lo que pasa cuando se exprime a la gallina de los huevos de oro, no? Pues eso.
Conmigo han acabado, tardaré en volver, si es que lo hago. Una pena.

Como ven, todo viaje tiene sus luces y sus sombras. Y eso sin mencionar el tremendísimo atasco en la SE-30, y lo que me encontré cuando llegué a casa... pero esa es otra historia que, quizá, algún día me anime a contar.

Mientras tanto, sigo sintiéndome feliz y libre. De eso se trata.

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