jueves, 25 de septiembre de 2014

Zen, o el arte de la observación de los elementos

"¿Te has presentado ya al océano?"

Con esta frase comenzó uno de mis primeros días en la playa cuando estaba aprendiendo a hacer kitesurf. El Hombre que Susurra a las Cometas me la dijo, escondido tras su barba descuidada que le tapaba media cara.
Yo no me tengo por persona especialmente creyente ni religiosa, deseché tiempo ha todo rastro de fe que pudiera haber en mi interior, si es que realmente la hubo en algún momento de mi vida (cosa que hoy día, tras profundos exámenes de mi interior he descartado repetidamente, por más que lo he intentado). He buscado en mis recuerdos cuál fue el día en que dejé de creer, pero claro, es complicado  hallar algo que nunca se tuvo realmente.
Mucho más tarde estuve indagando, investigando, incluso estudiando, adentrándome en el enrevesado y confuso mundo de la filosofía.
Claaaaaro, uno empieza por lo básico, repasando los clásicos griegos (donde hay mucha moralla, perdónenme los más ilustrados lectores), y llegando a los más modernos, siglos XVIII y XIX. Quizá me paro en Nietsche, Schopenhauer, y el gran Kant, por supuesto. Algunos damos el salto al estudio de la filosofía oriental, nos adentramos en ese raro y poco conocido ámbito del ya por sí bastante abstracto espectro del pensamiento humano. Me pierdo en épocas y rarezas dispares, pensamientos milenarios que apenas han cambiado desde sus inicios aunque, supongo, hoy día son pocos los que prestan mucha atención a esas recónditas ideas, bien por lejanía, bien por nacer de un statu quo, una base social, que aquí no conocemos ni acabamos de comprender muy bien.

Sea como fuere, tengo muchos libros de filosofía, algunos más complejos, otros de respuestas a preguntas básicas, y poco a poco me he ido haciendo una amalgama de aquellos conceptos con los que me identifico y que, a la postre, reafirman las conclusiones a las que yo he ido llegando en mi corto devenir vital... y eso que he dedicado poco tiempo a pensar. LOL.

Y en esas me hallaba cuando el Gurú del Viento me soltó la famosa frase del principio de esta entrada.

No voy a descubrir yo aquí ahora lo que sea el Zen. Que cada cual lea lo que quiera, desde la wikipedia, hasta espesos manuales de la Facultad de Filosofía de la UNED. Básicamente, sólo tienen que saber que el Zen es una escuela budista, que se basa en la meditación. Qué sea la meditación es asunto controvertido, aunque trataré de hacer un breve esbozo.
La rama de Zen más conocida en Occidente es el Zazen, consistente en la meditación mientras uno está sentado en la postura del loto, como las figuras de Buda que hay por toda la India (según me dicen los que han estado por allí...).
No obstante, aunque en el tema físico haya diferentes enfoques, en la aproximación doctrinal al zazen las diferencias casi no existen respecto de otros sistemas o subescuelas budistas. Se requiere una atención constante pero tranquila por parte del practicante. El pensamiento se libera, ni piensa ni deja de pensar. Se deja pasar. No adhiere ni rechaza, como si las ráfagas mentales fueran nubes que atraviesan el cielo sin dejar rastro (oh, metáfora).
El arte de la meditación exige práctica. Pensar cuesta, pero dejar de pensar cuesta más, se lo aseguro. La postura del loto cuesta, yo no soy capaz. Llego a un vulgar semiloto y siempre ayudado con un zafú o almohadilla. Si lo hago en la playa, previamente hago un pequeño montoncillo de arena para aposentar mi trasero.

Un día de playa de otoño, como ayer, que fue una tarde perfecta en su plenitud física, invita al recogimiento, a la dación de gracias, al regocijo interior, a la alegría por la vida. Un sol radiante, temperatura agradable, apenas afluencia de gente... hicieron de la experiencia algo maravilloso. En una parada a descansar, me quedé ensimismado mirando al mar, a esa inmensidad de agua tranquila, templada, acogedora. Llegué a poner mi mente en blanco mientras sonreía feliz. Fueron sólo unos instantes, pero fui muy feliz. En esos momentos puedo estar a punto de llorar de emoción, soy así de simple, y he descubierto que cada vez lo soy más. Más delicado, más sensible, más fragil. Necesito amor, pero también soy capaz de darlo. Me siento dentro de la situación, no como un mero observador externo. Amo, como, siento. Vivo.

No es la primera vez que me pasa en la playa en pleno apogeo kitesurfero, o justo tras acabar la sesión, o en la última mirada hacia atrás cuando voy cargado con los chismes hacia el coche. Sin duda, compartir tu afición con la naturaleza de un modo tan íntimo te hace pensar un poco en esas cosas, en que formamos parte de un todo, de algo mayor que la suma de las partes, de nuestra pequeñez, de la suerte que tenemos.

Punta Umbría, Terramar, día de autos