domingo, 10 de diciembre de 2017

Periplo lusoibérico: 7, 8 y fin.

Como ya conté en la entrada anterior, salimos bien temprano de San Sebastián hacia el Sur, donde Burgos nos espera. 
Los campos están nevados a nuestro alrededor, sólo la autopista se mantiene exenta del blanco manto. La máquina alemana gira su cigüeñal miles y miles de veces sin la más mínima queja, redondo, fiel. Quiero hacer aquí y ahora un pequeño paréntesis para hablar un poco de esta máquina que atesoro, dentro de lo que un aspirante a filósofo cutre puede considerar como atesorar, teniendo en cuenta mi poco aparente desapego hacia lo material. Cómo llegue a tener un vehículo así en mi propiedad es una historia llena de oportunidades y casualidad que poco importa ahora, pero el caso que el 17 de diciembre de 2007 fue matriculado a mi nombre, y desde entonces lo disfruto. 
¿Cómo se disfruta un auto así? Hay muchas maneras, seguramente tantas como conductores. La mía es pasear por las mañanas, temprano, los fines de semana. La sierra de Huelva es un sitio ideal para ello, pues la temperatura no es extrema, y puedo descapotarlo incluso en invierno, si uso un gorro de lana, bufanda, y enciendo la calefacción del asiento (un invento genial). Porque ir a cielo abierto es un placer para quien ama el viento, el sonido puro del motor, las sensaciones.
Y se trata de eso, precisamente. Sensaciones. Vale, soy consciente de que el SLK no es un deportivo, pero provoca estimulantes sensaciones placenteras, mucho más que el 95% de los vehículos que pululan por nuestras carreteras. Es bajo, suficientemente ancho, movido por un motor de seis cilindros de gasolina que suena muy bien, es suave pero puede morder, es de propulsión trasera, y es descapotable. Se maneja con facilidad, y está diseñado para que sea un poco subvirador al límite. Y además, como hemos podido comprobar en este largo viaje, su maletero es mucho más capaz de lo que parece, sus 300 litros cunden muchísimo, y siempre caben más bultos detrás de los asientos y en la bandeja tras los arcos antivuelco.

En fin, volvemos a la realidad. Burgos. Íbamos a Burgos, y llegamos a Burgos, alojándonos en el hotel Norte y Londres, antigua casa necesitada de un lavado de cara urgente, en pleno casco histórico de la ciudad. Como ocurre en todas las ciudades, el centro está absolutamente peatonalizado, por lo que tenemos que comunicar con el centro administrativo de la localidad para que nos permitan el acceso al alojamiento. Esta inconveniencia, junto con que el hotel no tiene garaje, nos obliga a buscar un techo para el merchi a unos trescientos metros más allá. No es problema.

En Burgos hace frío, pero se supera fácilmente con bufanda y gorro de lana. Ya estamos entrados en pleno puente de la Inmaculada, y se nota: las calles están abarrotadas. Tiendas y más tiendas, gente y más gente. La Plaza Mayor, la Catedral, más calles. Cuando uno ha visto tantas ciudades antiguas, al final todas se acaban pareciendo un poco, y ésta no es una excepción. 
Almorzaríamos en un asador, y lo mejor sería la visita al Monasterio de las Huelgas, espectacular por la historia que contiene, muy bien explicada por el guía, un tal Vidal, que nos da una lección magistral de lo que fue España en el siglo XII.
Cenaríamos unos pinchos, y dormiríamos regular, despertados alguna que otra vez por jóvenes que pasaban bajo nuestra ventana, exultantes y alegres por la ingesta de alcohol.

Por la mañana nos vamos a nuestra última parada, Salamanca. ciudad universitaria por antonomasia. Todo lo dicho sobre Burgos es aplicable en esta ocasión, pero con todavía más gente deambulando por sus calles en cuesta. Interminable colección de edificios de arquitectura similar e impresionante, pero todo transmite una sensación de mercantilización hacia el turista. 
Nos topamos con el Museo de Art Nouveau y Decó, que no dudamos en visitar porque es un tema que nos atrae mucho a los dos, y la verdad es que no decepcionó. Pude tomar algunas instantáneas antes de que un malencarado vigilante me informara de que no podía hacerlo:




Fue un día lleno de caminatas, cuestas, y algún resbalón por las mojadas calles, pero lo pasamos bien en general. Arrastramos cansancio acumulado de muchos días fuera de casa.
Menos mal que dormimos bien a gusto en el hotel Estrella Albatros, con su garaje propio (aunque hubo que pagarlo aparte), y una terraza-mirador con unas vistas impresionantes de la ciudad. La cena fue en un agradable local a base de comida japonesa un poco fuera de lo común, pero bien en general.

Finalmente, arrancamos hacia Huelva bien temprano, tanto que no pudimos encontrar donde desayunar en Salamanca, y decidimos tomar autopista y parar más adelante en alguna área de servicio. Los kilómetros pasan rápidamente, aunque hubo una niebla ligera al principio.
El pequedeportivo puede ser muy rápido, como para enviarme fácilmente a la cárcel, pero con mesura y atino, llegamos hasta Monesterio, donde haríamos la última parada desde este largo viaje. El limitador quería adquirir algunos productos ibéricos. Mi Visa tiembla.

Como contraprestación, me obliga a coger por la sierra, en vez de seguir por la A-66/A-49. Cojonudo, una buena carretera que conozco bien, cortando camino por Zufre, Riotinto, Zalamea la Real, Valverde...

Entrando en Huelva, el odómetro marca 2981 km. Al empezar pensé que serían menos.
Hace casi treinta años mi padre me llevó a conocer la otra mitad de la península, el lado oriental, toda la costa mediterránea, y siento que ahora he cerrado un ciclo. No sé cuándo volveré a hacer un viaje en coche de tantos días, y he intentado disfrutar a tope. Creo que lo hemos conseguido, ambos estamos muy, muy contentos del resultado, y es una experiencia que recomiendo.
No se equivoquen, viajar en coche es duro, sobre todo tanta distancia, pero tiene innumerables ventajas, pero la más importante es la independencia, la libertad. ¿No es genial?

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