miércoles, 17 de agosto de 2016

El Pintón

Ah, Sevilla, sí, esa ciudad con cientos de años de historia y arte por sus calles...

Es un placer pasear al atardecer, poco antes de la puesta del Sol, por el centro de la capital andaluza en verano. Casi habrá desaparecido el bochornoso calor que todo lo aplasta y disuelve. 
Es lo que hice el sábado, aprovechando la visita de unos familiares. Hacía muchísimo tiempo que no disfrutaba de un paseo así, y me alegré de haberlo hecho, sobre todo la parte que consistió en subir a "las setas" de la Plaza de la Encarnación.
Esta obra arquitectónica casi meramente ornamental, no exenta de la polémica popular que conlleva casi todo lo que se hace o dice en Sevilla, me parece fantástica. Hay que tener muchos cohone para hacer algo así, tan vanguardista, casi conceptual, en el centro de una ciudad tan clásica y reaccionaria con lo suyo. Pero la cuestión es que se hizo, y gracias a eso hoy se puede disfrutar de un mirador privilegiado desde el que se nos permite observar muchos rincones curiosos. Experiencia altamente recomendable.
Como nota curiosa, y que ya he visto en otros muchos sitios, hay situados estratégicamente unas grandes fotos en las que se señalan los principales monumentos que tenemos delante y así poder localizarlos. Se me ocurre que sería una gran idea desarrollar una aplicación de la empresa que explota el mirador para que lo podamos disfrutar en modo de realidad aumentada en nuestro móvil o tableta. Sería cojonudo.
Sea como fuere, aún así la experiencia es gratificante y bella, y no sé cómo en los cinco años que lleva esa cosa ahí enclavada, no ha sido hasta ahora que yo he disfrutado de ella.

El paseo nos llevó por Campana, Rioja, Cuna, Francos, Sierpes, Tetuán, etc., con la casi totalidad de tiendas y bares cerrados. Esto es Sevilla y en agosto. Un centro casi vacío, si no fuera por algunos turistas despistados, o renegados que se salen de los circuitos habituales del disfrute estival como yo.

Finalmente acabamos en "El Pintón", un restaurante modernito, gastro-bar, o como se quiera llamar, para tomar la cena. El sitio, en plena calle Francos, no puede ser más sevillano, aprovechando una enorme casa antigua restaurada, con su buen patio interior, y muchas estancias en las que se aprovecha óptimamente el espacio para poner mesas aquí y allá. Se han mantenido detalles decorativos (no sé si por exigencias legales municipales dirigidas a proteger el patrimonio de los demás, o qué) como contraventanas, techos artesonados, escenas sobre azulejos pintados, suelos... Todo muy bonito, la verdad, que contrasta perfecto con mesas y sillas de corte moderno, y otros detalles de decoración que aunque sobre el papel pudieran chocar, en la práctica visual ejercen un efecto notable: cactus en enormes maceteros, cabezas de toro y de cabra realizadas en mimbre y esparto, muebles y aparadores pintados en blanco.
Ni que decir tiene que camareros y encargados son todos bastante jóvenes, como corresponde a un negocio así y que, además lleva poco tiempo abierto.
Pasemos a lo importante, porque allí habíamos ido a cenar, eh. Y es entonces cuando llega el desastre, el desvarío y la tontuna.
A ver, estamos en Sevilla, y si se ofrecen calamares fritos, estos deben ser CALAMARES, y no chocos a medio hacer, absolutamente insípidos y con un rebozado que se cae en cuanto lo rozas con el tenedor. Por no hablar del adobo. ¿Adobo?, aún me sigo preguntando dónde estará el vinagre usado para cocinar ese peculiar y típico plato mundialmente conocido por su sabrosura y fuertes aromas. Incomprensible lo fácil que se puede ir al traste una cena. 
Otros dos platos pude probar: una ensaladilla con ahumados (que fue lo más normal), y un pulpo braseado que a pesar de no estar mal del todo, se lo cargaron por recubrirlo de una mezcla de pequeñas cosas trituradas entre las que pude identificar kikos de maiz y algún que otro fruto seco. 

Que sí, que el diseño vende, pero creo que ya pasó la época en que lo que importaba era únicamente la forma, la fachada. Vivimos en la era de la calidad, señores, hay que amarrarse los machos y ofrecer un producto competitivo. Hay que dar buen servicio en la mesa, camareros rápidos y hábiles, preocupados por agradar y conocedores de lo que tienen, que ayuden al comensal, y no que lo distraigan o confundan.
Odio cuando un camarero quiere explicar de qué se compone un plato o un postre, y mete un "vale" cada tres palabras. Odio que si pido una cerveza más grande que una caña me pregunten que si prefiero una pinta. ¿Una pinta? Estará usted de cachondeo, ¿no?. Te quie iii ar caraho!!!!!
Manda huevos. Lo que quería era una copa grande, o en su defecto una jarra. Pero, oh, qué necio fui, una jarra no pegaba en aquel ambiente sacado del cuaderno de dibujo del mismísimo Billy Apple o Roy Lichtestein...



Y luego está el asunto del aire acondicionado. No, no es bueno que uno venga de 28ºC en la calle y se introduzca por una puerta dimensional para aparecer en la Antártida. No es sano, ni conveniente. Suele crear malestar, la comida se enfría en segundos, y curiosamente no impide que la cerveza tarde más en calentarse. Debe ser que la cerveza tiene su propio microclima independiente e inalterable por factores externos.
Bueno, yo lo achaco a los guiris. Sí, los guiris. Los pobres guiris lo pasan fatal en Sevilla, y se comprende. No están acostumbrados al plomo fundido que cae sobre sus cabezas inmisericordemente, y piden árnica en modo de climatización a 15 grados sobre el punto de congelación del agua, lo que, a todas luces, es una pasada y va contra toda lógica, sobre todo cuando uno va a la Gran Bretaña profunda (no a Londres), y tras casi vomitar por dar un primer trago a una birra caliente (allí sí ponen pintas), me explican que esa honorable bebida se sirve allí siempre natural, o sea, fría en invierno y caliente en verano. Repugnante. No entiendo, entonces, porqué esa exigencia de meter el iglú en pleno centro de Sevilla. Es como quitarle parte de la salsa, anular algún condimento esencial a la experiencia sevillana. No, señores turistas, a Sevilla se viene a pasar calor, tela de calor, y más en agosto. Y si no, pues vayan a Vitoria, a Lugo, quédense en Edimburgo o en la Alsacia.
Pero como en tantas cosas de la vida, la pela manda, y si el cliente quiere brisa polar, pues toma dos cazos...
Pasamos ahora a un último detalle de diseño:



Estos son el anverso y el reverso de la tarjeta de visita del local. No me pregunten cual es cual, porque no lo sé. Como ven, llenos de detalles imaginativos, sobre un papel/cartón grueso, de calidad, y con tintas caras. Eso ha costado una pasta, pero una passssta. Aunque a mí se me escapan muchos detalles, y es que debo estar haciéndome mayor y absolutamente pasota, resbalándome las nuevas tendencias: qué significa la estrella dorada en el ojo del señor ese; quién sea ese señor (el pintón, seguramente); porqué pone {i'am}, cuando lo correcto es I am, o I'm. Y así sucesivamente.

En resumen: no volveré.

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