jueves, 29 de enero de 2015

democracia

Esta entrada va a ser un poco más larga de lo normal, y sin dibujitos ni conjuntos de píxeles coloreados que formen imágenes llamativas. Va de algo más serio, y como tal voy a tratarlo de manera seria, a pesar de no profundizar demasiado proque tampoco se trata de escribir un libro, aunque el tema lo merezca. Seguro que alguien lo hizo ya por mí. Son sólo un conjunto de reflexiones personales, aunque algunas deberían ser tomadas como dogmas de fe y seguro que mejor nos iría a todos. Espero que les guste, estén o no de acuerdo:


¿Es esto la democracia?  Votar cada cuatro años una lista para que gobierne un partido político en base a un programa que, desde que tengo uso de razón ninguna de las formaciones que llegaron al poder jamás cumplió, desde luego tiene poco parecido con algo que signifique, más o menos,  “gobierno del pueblo”.
Vale, algunos dicen que la democracia representativa es la menos mala de las formas de gobierno. No estoy de acuerdo, para variar, con lo que piensa la mayoría. En nuestro país, la democracia se configura como el gobierno de lo que la mayoría elige, lo que, inevitablemente, lleva a que ocupe ese cargo alguien que tenga la mitad más uno de los escaños. Eso puede significar que, según las actuales normas que rigen la legalidad electoral, puede ser Presidente alguien a quien no ha votado siquiera la mitad de los españoles (y no españoles también) con derecho a hacerlo.
Luego está el espinoso asunto de la mayoría absoluta. Yo es que cuando leo o escucho la palabra “absoluto”, es que me dan unos escalofríos similares a los que sufrí cuando la pequeña Caroline se metió en el aparato de TV en “Poltergeist”. En serio.
¿Es esto la democracia? Los tiempos han cambiado, indudablemente, y creo que no hay que demostrarlo. No ya la Constitución de 1978 (que nació viciada a nativitate), sino los sistemas de gobierno que se aplican en la mayoría de los Estados occidentales, se pueden considerar caducos, desfasados, obsoletos. La sociedad ha cambiado, las ideas políticas han evolucionado, la implicación del pueblo es distinta o quiere serlo, y también la economía, tanto a nivel local como global, tiene poco o nada que ver con la de antaño, no sólo en España, sino en el planeta.
Se impone una aportación de los librepensadores que existen (que sí, que los hay, lo sé), filósofos de la política, estudiosos de la sociología, economistas no vendidos a los poderes fácticos… un mejoramiento ideológico práctico, con formas aplicables, sostenibles, que se explique de manera diáfana a los habitantes, a los ciudadanos. Tienen que convencernos de que puede hacerse algo verdadero, algo factible, que nos beneficie a todos. Que todos aportemos y que todos recibamos.
Deben reconocerse derechos verdaderos de los cuales cualquier sociedad avanzada que se precie no pueda prescindir, pero también tenemos que concienciarnos de que tenemos una responsabilidad, unas obligaciones que cumplir con nuestros conciudadanos, con el prójimo. El conjunto de todos, que es esa cosa etérea y difuminada que llamamos “Estado”, la res pública, ese ente abstracto que, en verdad, no lo es. No hay Estado sin pueblo, el Estado somos todos, somos nosotros, y nos sirve a nosotros. Es, al mismo tiempo, una herramienta de distribución con una función principal, y esto debe quedar muy claro: administrar el dinero que recibe de nosotros. Punto. Esa es la función primigenia, el origen de todo. Debemos desechar la idea esa tan funesta y que tanto daño ha estado haciendo de que “ese dinero no es de nadie”, o peor aún, “es del Gobierno”. Falso. Ese dinero es mío, tuyo, nuestro, de todos, y como tal debe invertirse en nuestro bienestar, en el de las personas, todas y cada una, que han aportado.
¿Es esto la democracia? Obviamente, hay que seguir unos principios de solidaridad, pero de verdadera solidaridad, no esa caridad mal disfrazada que es lo que ha ido sustituyendo poco a poco, sin que muchos se den cuenta, al concepto original. La solidaridad es “ir juntos”. Unos hacen unas cosas y otros otras, unos aportan algo, y otros aportan lo otro, cada uno en función de su potestad, su posibilidad. La solidaridad que nos han hecho creer que es, es una mentira, una falacia horrible que sólo lleva a la anulación de muchas personas, y a la explotación inmisericorde de otras, es la caridad obligatoria e impuesta, algo que por su propio concepto es no sólo contradictorio y paradójico (ya que la caridad, per se, es algo voluntario), sino una aberración, una barbaridad, una imposición cruel, una fuente de mala educación y malestar.
¿Acaso, pregunto, es esto democracia? El descontento de un sector de la población ha ido en auge desde que en 2007 comenzó el declive económico y financiero que afectó a Occidente en general de forma grave, pero mucho más en nuestro país, cuya economía se basaba en gran medida en el ladrillo. Con el paso de estos últimos años, hemos aprendido a vivir con la derrota. Sí, la derrota que supone ver la quiebra de principios sociales que creíamos inexpugnables e inamovibles. Pero vemos que se han cerrado centros de salud, plantas enteras de hospitales, se eliminaron ayudas necesarias, se han reducido los salarios de muchos empleados públicos que han dedicado su vida a la enseñanza o a la medicina (pilares fundamentales de nuestros reconocidos derechos), nuestros mayores han perdido poder adquisitivo, cientos de miles de ciudadanos se quedaron sin trabajo, y miles y miles de familias pasaron y aún pasan unas carencias imposibles de comprender y asimilar por los que antaño constituyeron el grueso de la clase media de nuestra sociedad.
Algunos dicen que cargan demasiado peso sobre esa clase media, formada por funcionarios de todo tipo, asalariados, familias con ambos cónyuges trabajando, y pequeños empresarios. Se especula con que quieren destruir a esa masa de población, hundirla en la miseria, exprimirla hasta decir basta. A ellos se les ha incrementado la exacción de impuestos (aún en contra de lo prometido en la campaña electoral correspondiente), se les ha exigido mayor productividad, más horas semanales, y todo a cambio de menos sueldo, mientras el precio de las cosas subía y subía. Pero no se preocupen, no pueden acabar con la clase media. Si lo hacen, ¿quién sostendrá el país? Son los únicos que con el pago de sus impuestos alimentan esa insaciable boca mamona del Estado que nunca se sacia. Sin clase media, el Estado no se puede nutrir. Por eso digo que todo tiene un límite, y aunque hijos de puta, los encargados de velar por la subsistencia de dicha clase no son tontos.
Perdónenme el exabrupto, no es propio de mí expresarme en estos términos, pero creí conveniente meter un poco de sal en ese punto del monólogo. ¡Que no decaiga!
Siendo esto la democracia que tenemos, ¿qué hacemos con ella? Llegados a este punto, y viendo que la clase política es conservadora en la evolución de su ideología, formas, ofertas y expectativas, ¿qué hacer? La desolación es en mí, cuando veo la oferta, aunque parece que la actual demanda de mayor justicia real, tanto en los Juzgados como en la distribución de la riqueza adquirida por la fuerza de los curritos que no pueden huir de las exacciones obligatorias y constantes del fruto de su esfuerzo, repito, la oferta y la demanda van cambiando, y eso siempre es motivo y señal de cambios.
El cambio es bueno, o así lo creo yo. Pero el ser humano es reticente al cambio. Lo normal es tener miedo, porque el cambio, por lo general, significa lo desconocido, que es el mayor miedo que tiene el hombre. Y todos sabemos que el hombre es cobarde por naturaleza. Hacen falta, pues, valientes, a un lado y al otro, tanto en la oferta como en la demanda.
La cuestión ahora es ¿los hay?
Por tanto, yo, nosotros, todos, quienes formamos parte de la demanda del cambio, de la petición de sentido común, del basta ya contra la corrupción desmesurada, contra el expolio continuado e inagotable de nuestras cuentas corrientes, los que deseamos y soñamos con una regeneración total de la clase política (que ha demostrado una absoluta falta de empatía con el pueblo al que representa, que es miope, que es prepotente, torticera, cruel y déspota), tenemos que jugar nuestras cartas. Tenemos que posicionarnos. Debemos hablar, gritar, para ser oídos. Y aunque sólo sea una vez cada cuatro años, tenemos ahora una oportunidad de oro para expresarnos.
¿Qué democracia es ésta? La que permite que, con la famosa frase de “un hombre, un voto”, el sufragio universal se haya convertido no sólo en la norma general y común de Occidente, sino que, por fuerza de repetirla insaciablemente, se torne en principio universal, inmutable e incontestable del concepto de la democracia. Ahora, que vivimos en la era en la que la mayoría de los que tienen derecho a voto ostentan una formación deficiente, da miedo pensar en las intenciones de voto.
Hace unos días leí que hoy tenemos a la población peor formada y mejor informada de la historia reciente. Y la información es importante, sin duda, sobre todo si uno aprende a cribar, a separar el grano de la paja, y a verificar y asegurarse de que las fuentes de que se nutre son fiables y no tendenciosas. Me preocupa, en cambio, la falta de formación. Es ello algo que siempre ha existido, desgraciadamente, pero en lo que atañe al sufragio universal es un tema inquietante y aterrador a partes iguales.
Dieciocho años. Prácticamente el único requisito que se necesita para votar. Piénsenlo bien. Vale, en algún momento de la vida de toda persona hay que establecer un punto de inflexión, hay que suponer una madurez suficiente, una formación adecuada para emitir juicios basados en conocimientos y observación de la realidad que te rodea.
Pero la experiencia del día a día demuestra todo lo contrario. Mientras que físicamente, los individuos de 18 años están más maduros que antaño, grandes, fuertes y desarrollados con creces, la edad mental es harina de otro costal. No hay más que dar un paseo por la calle, por los primeros cursos de cualquier Universidad, por los centros deportivos, charlar un rato con ellos. Es lamentable y cruel, pero es así.
La inmadurez del español medio de 18 a 25 ó 30 años es algo sensacional. La falta de criterio, la falta de formación política o filosófica, la negación a aceptar responsabilidades, la huída de las obligaciones, da miedo. Y al mismo tiempo, no son conscientes de ello. Claro, como en todo, hay excepciones. Pero no son las excepciones las que votan, sino lo general, que en este caso es todos.
¿Democracia condicionada? Nuestro país, además, arrastra el estigma de la terrible Guerra Civil, a pesar de que hace 75 años que terminó. Sus efectos, es cierto, acabaron en 1975, aunque puede decirse que, en tanto en cuanto la Ley Fundamental que nos rige, la Constitución de 1978, fue dictada como una transacción para contentar al antiguo y al nuevo régimen, puede decirse, como iba señalando, que alcanzan hasta nuestros días. Y me pregunto, triste, cuántas generaciones más, cuántas décadas, tienen que pasar para que nos desprendamos de esta losa que  condiciona el pensamiento de muchos de nuestros compatriotas, hasta tal punto que suelen decir cosas como  “ es que a mi abuelo lo mataron unos X (póngase aquí el bando que prefiera)”. Y de ahí no hay quien los saque, a pesar de que sus signos vitales revelen una forma de vida totalmente opuesta a lo predicado.
¿La democracia? Claro, claro, sí, sí. Y la cacareada “conciencia de clase”, ¿qué me dicen de eso? Uno participa de tal signo político en función de su puesto laboral o estatus social, simplemente por la pertenencia al mismo. Y si mi situación cambia, bien porque ahora me convierta en pequeño empresario, o bien porque me traslade a vivir a un chalet porque mis posibilidades económicas me lo permiten, o si me quedo en el paro y ahora me he arruinado, entonces también cambiará mi filiación política.
Lógico, muy lógico.
Y todo el problema es que la política no deja de ser un tipo de filosofía, en verdad es filosofía económica aunque se quiera disfrazar de ideales más elevados introduciendo parámetros prácticamente rayanos en la religión. Y la filosofía, en sí, no es ninguna tontería. Para saber filosofía, para entender de ella, hay que estudiarla, y hacerlo bien a fondo. Eso merece tiempo y, sobre todo, esfuerzo, que es algo que no todo el mundo está dispuesto a hacer.
Hay que profundizar en los porqués, los cuándos, enlazar con la historia, y no sólo de nuestro país, sino historia universal, de los hechos y del pensamiento. Para llegar a conclusiones válidas, y reforzarlas, y poder defenderlas, hay que saber qué, porqué, cuándo y para qué. La filosofía y la historia nos enseñan todo eso, pero la educación que recibimos en la escuela, institutos, incluso en las universidades, carecen de la profundidad necesaria, quizá porque a los poderes fácticos y políticos que nos gobiernan no les interesa. De todos modos, no es el sitio ni el momento de entablar ahora una teoría de la conspiración al respecto. Sólo digo que hay que estudiar, formarse, ilustrarse, aprender a razonar. Y eso es algo que echo mucho en falta en nuestra sociedad.
Mi voto no puede valer lo mismo que el de quien vota a X porque su padre lo hace, sin más. No puede valer lo mismo que el que vota porque es un currito asalariado explotado por el patrón, que mañana cambiará su voto por el contrario si decide largarse de la fábrica y monta una panadería. No puede valer lo mismo que el que vota sin criterio porque no sabe lo que son derechos y obligaciones, ni tiene la mínima idea de las leyes fundamentales que rigen la economía de mercado. No puede valer lo mismo que la del rebotado de la Guerra Civil. No puede valer lo mismo del que vota porque le cae bien un candidato sin más. No puede valer lo mismo que… La lista es inagotable. Y todo amplificado pro la legislación electoral que hace que el voto de las grandes ciudades valga más que el voto aislado o de pequeñas poblaciones. O que el voto de la minoría que puede hacer de partido bisagra valga infinitamente más que el del que vota a un partido mayoritario (cien mil votos dirigen un país, como lo ha hecho el PNV, por ejemplo, durante muchos años, eso es inconcebible e inadmisible). Eso es horrible.
¿Qué democracia? En un sistema en el que no hay separación fáctica de poderes, y la propia Constitución reconoce abierta unas tremendas desigualdades entre los habitantes de este país (sanitarias, educacionales, fiscales, o de responsabilidad penal…), un estado que cada día que pasa es más y más burocrático, más y más regulado, más y más coartador de derechos y libertades, más y más kafkiano… sinceramente, no me apetece participar de ese juego. No comulgo con el sistema. Lo soporto y aguanto lo mejor que puedo, pero no me pidan que participe activamente. Ni me echen la culpa de nada por no participar, pues ninguna culpa tengo. Simplemente aguanto como puedo el chaparrón.