jueves, 7 de noviembre de 2019

la gran mentira



El paso de los años y mis relaciones con la Administración han acabado por convencerme de que vivimos en algo muy diferente de lo que idealmente entendemos por “democracia”. ¿Vivimos, pues, engañados? En parte sí. En la mayor parte, claro. 

De vez en cuando abrimos un poquito los ojos, pero enseguida los cerramos de nuevo para seguir "noviendo" la realidad, porque la realidad es que la “democracia” que domina Occidente se ha convertido en la única opción, y hemos llegado a ella por eliminación de otros diversos sistemas de gobierno que han ido pasando a lo largo del tiempo sin lograr imponerse. Ello no quiere decir que la forma actual de sociedad sea la definitiva, y ni mucho menos que sea perfecta. 

Esto no es nuevo, ni yo vengo ahora a descubrir las Américas, claro, pero sí me puedo permitir la licencia honorable de exponer mi pensamiento en esta parte alejada del mainstream, pues considerándome como me considero un outsider, un renegado del sistema (aunque obligado por las circunstancias a vivir dentro de él, por él, para él), ello no quita que no sea ciego, ni que comulgue con ruedas de molino. 

¡Eso jamás! 

Pero entonces, ¿cuál es el límite, hasta dónde debe uno aguantar? Y lo más peliagudo, ¿acaso hay alternativa? 

Ya en la Francia anterior la Revolución de 1789, Jean-Claude Marie Vicent de Gournay habló de “buromanía”, y en otras ocasiones se refirió a la “burocracia” como forma de gobierno, y siempre de manera peyorativa o negativa, en el sentido en que la casi unanimidad de los seres humanos nos referimos al concepto, y no como el optimista de Max Weber, para quien es una forma de organización y administración más racional que las alternativas, que se caracterizan como sistemas basados en aproximaciones "carismáticas" o "tradicionales". Weber definió a la burocracia como una forma de organización que realza la precisión, la velocidad, la claridad, la regularidad, la exactitud y la eficiencia conseguida a través de la división prefijada de las tareas, de la supervisión jerárquica, y de detalladas reglas y regulaciones… solo que la realidad, que es tozuda, nos demuestra que es exactamente lo contrario: imprecisión, lentitud, oscuridad, irregularidad, inexactitud y, sobre todo, ineficacia. 

Es el gran Leviatán, ese monstruo inaccesible y que todo lo abarca, ese indomable, despiadado y ciegamente poderoso Estado. 

Da igual si gobierna tal o cual partido, pues notaremos pocos o ningún cambio en el funcionamiento  global de la Administración: las dimensiones del aparato son tales que ya no es posible la vuelta atrás. Es más, el bicho se alimenta incluso de sus propias entrañas, y crece y crece pareciendo no tener fin su capacidad de envolverlo todo, de regularlo todo, de afectar a todos los aspectos de nuestras vidas. 

Si quieren saber algo más acerca del concepto terrible, hay mucho escrito, y en https://es.wikipedia.org/wiki/Burocracia pueden encontar un resumen.

Ahora llega tiempo de elecciones generales, una vez más en pocos años, lo que se nos antoja algo inusual, pero a lo que parece que estamos abocados en adelante dado el fin del bipartidismo (que nunca fue tal, pues siempre existieron pequeños partidos bisagra, de corte nacionalista autonómico, que facilitaba el gobierno de uno u otro en función de las ventajas económicas obtenidas, lo que viene siendo una auténtica y total inmoralidad). En un sistema constitucionalista como el nuestro, que ab initio ya establece diferencias notables entre las diferentes Comunidades Autónomas y, por ende, entre sus habitantes, uno se pregunta de qué sirve todo esto. Ninguno de los candidatos me ofrece lo que quiero, ¿acaso debo votar al menos malo? ¡Menudo consuelo!
Podría no votar, pero entonces, ¿tendría derecho a quejarme después? Todo voto importa, aunque gracias a nuestras leyes sobre el sufragio, unos valen más que otros, y eso no es justo. Otra cosa que me cuestiono es si el pueblo vota por conveniencia o por convicción ideológica. ¿Qué sería lo adecuado? ¿Sería acaso procedente que toda la población tuviera ese derecho, o habría que ganárselo? No es ninguna barbaridad pensar eso, pues hasta no hace mucho no existía el sufragio universal. Tener una formación académica mínima, demostrar unos conocimientos sobre política, administración y organización a través de un examen, realizar alguna función de aportación a la sociedad (servicio militar, prestación social, pago de impuestos cuyo fruto se redistribuye, y similares), son sólo algunos ejemplos. Asimismo, habría una parte de la población que no debería acceder al voto, que serían todos aquellos que no contribuyen al objeto del gobierno (consistente, no lo olvidemos, en asignar el dinero fruto de la recaudación de impuestos a unos presupuestos, es decir, decidir a qué se dedica lo que nos quitan por la fuerza): los parados, los jubilados, los menores de edad (entraría aquí el debate de cuándo cruzar esa franja ¿por que a los 18, y no a los 25 o a los 40?), los extranjeros de primera generación...
Algunos pueden tachar mis ideas de algo radicales, y puede que produzcan la repugna y el rechazo. Me da exactamente igual. El sistema es el que es y tampoco parece que vaya a cambiar a corto plazo. Hay mucha gente comiendo de él, y se lo tienen bien montado. Les hemos dejado hacerlo.

Yo, como buen anarquista, no comulgo, joder, y cada vez que hay elecciones me pongo malo.

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