jueves, 13 de abril de 2017

Aberración



La aberración. ¿Por qué no permitir la celebración pública de la Pasión? En primer lugar, la práctica de una religión es algo que pertenece al ámbito privado, casi íntimo diríase. Partiendo de esta base, ¿cuál es el sentido de hacer alarde, apología, exhibición, incluso competición pública? Es algo excesivo el uso de los recursos públicos, pagados con el dinero extraído a la fuerza por el Leviatán de turno, para mayor loa y gloria de las diversas asociaciones que se dedican en cuerpo y alma (quizá nunca mejor dicho, a pesar de ser personas jurídicas) a estos menesteres. Y me refiero no sólo a ocupar con total exclusividad y parsimonia la calzada destinada a la circulación de vehículos. Porque esta ocupación abusiva, esta obcecación por avasallar a los que no piensan como tú, lleva aparejadas otras cuestiones no menos sangrantes e hirientes.

Ruidos insoportables y ridículos a horas intempestivas en forma de tambores y trompetas (que además tocan a un volumen inmisericorde, sin importar hora, cercanía de enfermos o ancianos, disturbar el sueño de niños pequeños, o el simple descanso del trabajador).

Sí, aunque no lo crean, hay personas que tienen derecho al descanso, que precisan ejercer su derecho de paso por la vía pública, el acceso a su domicilio o a su garaje particular por el que se pagan no pocos impuestos a lo largo del año: impuesto de transmisiones o IVA en el momento de la compra, IBI cada año (incluso te quieren colar tasas de residuos si no andas espabilado), la placa del vado (algo ilegal, ya que per se está prohibido aparcar en los accesos a garajes según el Código de Circulación… un robo más por parte de nuestros queridos ayuntamientos).
Esto es una calle peatonal, como reza la señal... salvo en Semana Santa. El horror.
Todo eso y mucho más se desmonta, se cae, se desmorona cuando unos señores, que no ponen un pie en la misa de los domingos el resto del año, deciden salir en procesión a celebrar su llamada estación de penitencia. Es de risa, y digo de risa por no decir de llanto, que es a lo que verdaderamente incita.

Ganas de llorar de impotencia al ver que no puedo llegar a la puerta de mi casa en coche por estar cortados todos los accesos posibles e imposibles, y si acaso llegara, toca luchar contra los cientos (realmente son cientos, los he contado) de vehículos aparcados ilegalmente en los aledaños de mi calle, que para más inri es peatonal. Gobernado el negocio temporal del aparcamiento ilegal en zona prohibida por un grupo de mafiosos de origen ruso, la policía hace acto total de ausencia, y no se te vaya a ocurrir llamar para pedir ayuda: estarán demasiado ocupados regulando el tráfico (quiero decir prohibiendo el mismo, claro) como para mandar una grúa para retirar el coche que impide la entrada y salida de tu garaje, o ese otro que bloquea la entrada a tu casa, cosa que me ha ocurrido a mí particularmente. Así es la desfachatez del español capillita, muy preocupado en vestirse de punta en blanco bien perfumadito, ronear por las calles del centro, incluso echar una lagrimita emocionado por esa levantá, mientras jode al prójimo ignorando absolutamente el mensaje más importante que dejó Jesús de Nazaret.

¿Por qué? ¿Cómo se llegó a esa desviación de la fe? Y lo que es más grave e importante, ¿por qué se sigue manteniendo esta barbarie? No me valen respuestas sobre el negocio económico, o la vida que transmite a los barrios, o cualquier otra cosa que se les ocurra, porque nada de eso puede estar por encima de los derechos más básicos, más elementales, de los ciudadanos. Derecho a la libre circulación, al descanso, al respeto simplemente.

Ah, el tráfico. Las consecuencias del transcurso de las cofradías por la vía pública van más allá del corte de la circulación puntual en el momento de su recorrido. El suelo queda lleno de cera vertida por cirios, que se convierten en una peligrosa cobertura deslizante sobre el ya de por sí infame asfalto, de muy poca calidad y agarre, lleno de baches, grietas y pintura blanca. Y eso donde haya asfalto, porque en mi ciudad sigue existiendo ese recurso de principios del siglo pasado, el adoquinado. El adoquín es una superficie irregular y resbaladiza por sí mismo. Pero es que si además no es de calidad y está colocado por una contrata que trabaja a destajo sin importarle un carajo la calidad de la obra, y los responsables municipales no hacen su tarea de inspección y exigencia de calidad, el asunto es sangrante. El adoquinado de nuestras calles es como circular por un camino de cabras, y uno ha de ir esquivando con el coche los numerosos socavones y bultos, so pena de reventar amortiguadores y neumáticos, incluso pegar con los bajos del vehículo en alguna ocasión. Imaginen la inseguridad yendo en moto o en bici, me parto de la risa. Y ahora añadan al cocktail la cera semanasantera y unas gotas de lluvia. Pero no importa que la seguridad vial quede afectada durante un mes, no. Todo sea por el goce, la lagrimita, y la renta del bar de la esquina que se harta de servir cafelitos, cocacolas y bocatas de calidad ínfima.

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