jueves, 31 de marzo de 2016

la búsqueda

Mi trayectoria al volante de una lata comenzó allá por enero de 1990. Con un permiso B1 recién salido del horno, enseguida pusé mi culo sobre el asiento delantero izquierdo de un Seat Fura Crono (“Vuela bajo” decía la publicidad). Considerado un deportivo por la marca fabricante, era la versión poorman de un GTI a la española.
¡Acojonante!

Ese pequeño pero cómodo vehículo de 1400 cc y 75 cv me encantaba. Alternaba su uso con un Volvo 340 que montaba un motor Renault de 1700 cc a gasolina. Este sueco era un tiesto de mucho cuidado, también tremendamente comodón, pero su propulsión trasera daba más de un susto en cuanto caían cuatro gotas, y jamás llegó a funcionar correctamente el aire acondicionado, amén de algunos problemas con los frenos y la bomba de vacío. Yo amaba el pequeño Seat tanto como odiaba el Volvo, que además era horriblemente feo y anodino, el vivo ejemplo de un diseño y un comportamiento que no podría emocionar jamás a nadie con la más mínima sensibilidad.
Igualito al que pasó por mis manos. Feo y malo.

Mi adorado Fura fue entregado para dar paso a un Citroën ZX Volcane, el GTI de los franceses, que para ser francés tenía un diseño mínimamente aceptable según los cánones imperantes en aquellos tiempos. Su motor a inyección de 1900 cc y 130 cv, una suspensión adecuada, y los acabados interiores, estaban a un nivel muy diferente a los antecesores que habían poblado hasta entonces el establo familiar.

Por aquellos tiempos, mi padre acababa de reventar, por puro kilometraje, y también por falta de calidad de fabricación, un Peugeot 505 GTD Turbo al que jamás pudieron solucionar las pérdidas de aceite que dejaron una eterna mancha en el suelo del garaje. Una serie de averías consecutivas acabaron con la más grave, la rotura del turbo subiendo la cuesta de Sanlúcar la Mayor.
Gastón y malo, muy malo, problemas por doquier.

Mientras tanto, el ZX, que fue el coche más deportivo que había pasado por mis manos, cercano a los 100.000 km, tuvo todo tipo de fallos e inconveniencias: motores de ventanillas, aire acondicionado, dirección, centralita, y un consumo hiperbólico de aceite de un litro cada 1000 km (que la marca consideraba normal y se negó nunca a justificar) que acabó con el levantamiento de la culata y el cambio de los retenes de las válvulas, que estaban cristalizados, agrietados y rotos, lo que costó 100.000 pesetas. Automáticamente ese coche fue desaparecido de nuestro hogar a cambio de un Seat Ibiza sdi, que a la postre ha sido el mejor, más longevo y fiable vehículo que ha pasado por mis manos, con un motor cuya tecnología pertenecía a una era superada décadas atrás, pero que cumplía sobradamente su cometido a pesar de los 65 cv.

Cuando empezó mi vida laboral, mi primer coche propio fue un Ibiza tdi 110, algo excitante para entonces, un motor con mucho par que movía con alegría la carrocería. Recuerdo que gastaba poco y corría mucho, pero fue incapaz de aguantar mis continuas idas y venidas de Huelva a Sevilla y viceversa. Dos caudalímetros y un turbo más tarde, con sólo 65.000 km, y con mi primogénito en ciernes, pasé a un Renault Megane Break dti, otro de esos coches cómodos y anodinos, poco prestacional, que prestó un buen servicio hasta que comenzaron los problemas uno detrás de otro: elevalunas, luces fundidas, amortiguadores, alternador, y finalmente gripaje de la bomba de agua. Esta última avería tuvo miga, porque la bomba se movía merced a un engranaje que lo conectaba con el árbol de levas… lo que supuso la parada en seco de la distribución con el coche lanzado a 120 por la autovía. Imaginen el desaguisado. Se reparó y un par de meses más tarde, cuando el aire acondicionado también decidió pasar a mejor vida, lo entregamos para poner a nuestro nombre un Seat Altea XL con motor tdi de dos litros y 140 cv.

Maletero enooorme, estética atroz. Economía al poder.

El interior ya era obsoleto y simplemente feo y malo cuando salió al mercado...

El Altea, otro nivel. Este producto de la nueva era de Seat, fue un coche bastante satisfactorio: era cómodo, corría mucho, gastaba poco, tenía un motor buenísimo y mucho espacio interior, no llamaba la atención y cumplía su cometido a la perfección. Hasta que un grenlim decidió hacer su aparición. Menos mal que lo hizo en periodo de garantía. Se encendían testigos en medio de pitidos y avisos sonoros de todo tipo; se ponía en modo de protección y no dejaba al coche subir de revoluciones ni de velocidad; se paraba y no arrancaba hasta pasados 40 minutos; dejaba de funcionar ABS, control de tracción, ESP… Una pesadilla que el taller oficial jamás fue capaz de solucionar, y me tuvo tres años y medio tirando de coche de sustitución, normalmente un Ibiza de tres cilindros, hasta que dijimos “basta”, y hartos de la incompetencia y falta de profesionalidad de Huelva Motor, lo entregamos para adquirir un sustituto que nos trasmitiera más tranquilidad: el actual VW Touran 1.6 tdi, con cambio DSG.
Me gustaba. Una pena de electrónica, el mal de nuestra época.

El Touran, ese coche cuyo diseño jamás emocionará, pero precisamente es esa cualidad lo que posiblemente lo haga tan aceptado entre cierto público. Su cuadrado aspecto exterior lo hace muy habitable y permite un maletero tremendo. Cómodo, seguro, fácil. Me gusta, a mi limitador le gusta, a los niños les gusta. Y por fin, durante miles de km encontramos la tranquilidad, la calma, algo tan necesario en la vida familiar. Porque un coche que se avería, que no da seguridad, es una pesadilla, te mina la moral, te rompe los planes, revienta proyectos, acaba con los nervios del más templado.
Práctico, eficaz, familiar a tope. 

La paz era en nosotros… hasta que con 93.000 km y cuatro años recién cumplidos, algo llamado “mecatrónica” hace que el cambio automático de doble embrague deje de funcionar. Bueno, es cierto que ha establecido un récord. Pero no es menos cierto que es verdaderamente penoso que no haya sido capaz de dar con un vehículo utilitario que sea algo, mínimamente, fiable. Allí lo he dejado, en el taller de Huelvawagen, donde conseguí llegar de milagro a baja velocidad, con mucho tiento con el acelerador, mientras las marchas saltaban, se salían, y parpadeaba insistentemente algún testigo en el cuadro.

Cuando lo compramos, y viendo la trayectoria que habíamos seguido (la experiencia es un grado), acordamos una extensión de garantía de tres años, cinco en total, que es lo que nos va a salvar, a pesar de que la avería es común en ese tipo de cambio automático y reconocido por la marca. Mientras tanto, nos han dejado un vehículo de sustitución. Yo rezaba porque no fuera un Polo de tres cilindros, pero me alegré mucho cuando vi que no, que se trataba de un Passat. Algo es algo.

¿Mi otro coche? Bueno, el otro acaba de cumplir ocho años sin el más mínimo atisbo de problema. Pero sólo tiene 50.000 km, que no suponen nada para su V6 de 3500 cc. Lleva una vida reposada, y aunque lo he estrujado alegremente varias veces, incluso en circuito, jamás se ha quejado y siempre ha rendido al máximo nivel, o al menos tal y como yo esperaba de él. Supongo que le quedan mucho años conmigo, dada su edad y su pertenencia a un nicho pequeño en el que la compraventa y el valor son conceptos muy volátiles.

¿Qué me deparará el futuro? ¿Seré capaz de encontrar un vehículo que satisfaga mis necesidades, con la necesaria y mínima fiabilidad? ¿Existe tal cosa?

Aún me quedan muchas marcas por probar. Por mi casa no han pasado ni americanos ni japoneses, aunque eso no quiere decir nada. La experiencia me dice que lamentablemente es más cuestión de suerte que otra cosa, y que ningún fabricante tiene la panacea de la seguridad total. Por suerte, soy joven y creo que me quedan mucho años de conducir por delante... seguiremos buscando y probando.

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