domingo, 28 de febrero de 2016

Enamorados

Presagios de tormenta se arremolinaban en el horizonte.
Nubes negras que venían, previamente avisadas con leve lluvia, pero contenedoras de un potencial de energía en forma de decenas de nudos que derramaban sobre nosotros, y alrededor también, envolviéndonos mientras tratábamos de guarecer nuestra propia integridad en un esfuerzo por adelantarnos a los acontecimientos. 

Pero no siempre podemos. Puede coger desprevenido al más sensato, o al más experimentado. O simplemente al que está distraído en su concentración, aunque suene curiosamente paradójico. 

En una mañana para enmarcar, que yo en sabiéndolo había visto venir días antes,  y habiendo cogido uno de los escasos y preciados días de vacaciones de los que dispongo, viví una de las experiencias más impresionantes de mi vida. 

Olas, paredes que superaban mi propia altura, con aire en movimiento que es ciertamente impropio de estos lares, me hicieron gritar, reir, disfrutar, volar, trazar curvas clavando el canto, levantar cortinas de spray, y también, porqué no decirlo, tragar algo de agua. 

Y cuando uno más tranquilo (dentro de lo tranquilo que se puede estar en tales condiciones, con lo que nos damos cuenta, a posteriori, de que el concepto de tranquilidad, como todo en la vida, es ciertamente relativo), cuando uno más tranquilo estaba, se mete la racha anunciada y que yo di por pasada de largo... aumentando de unos 25-30 nudos hasta los 57 que se llegaron a medir en estaciones meteorológicas oficiales cercanas al spot en el que nos encontrábamos. Eso es, literalmente, duplicar la velocidad del viento, lo que supone, según reglas inamovibles de la física más elemental, multiplicar por cuatro la potencia generada.

Imaginen el impacto.

Yo, erigido señor absoluto de la ola a trescientos metros de la orilla más cercana, me vi catapultado, sin opción a la oposición más leve, no ya hacia delante, sino también hacia arriba, mientras la tabla de surf desaparecía de mi vista a una velocidad tan grande que ni me molesté en intentar buscarla.

Como pude frené al máximo la cometa y la mantuve todo lo baja que me era posible, con el fin de no salir volando descontroladamente. La sensación de planear sobre el agua, como una concha-rana, mientras veía el agua pulverizada por el viento de 50 nudos (casi 100 km/h !!!!) que llovía de lado a lado, y no de arriba a abajo, tardaré en olvidarla. Y no quiero olvidarla, pues en lo brutal, en lo más salvaje, hay belleza, y está en mí el apreciar todos esos momentos.

Quizá para otro, ese instante de locura de la naturaleza, de una fuerza superior que somos incapaces de dominar, produzca un trauma, una sensación de pérdida, un miedo atroz que paralice. Bueno, cada persona es un mundo.

La vida me ha enseñado a mantenerme tranquilo en esas lides, y esa sangre fría ayuda, permite pensar, y me deja preparar la llegada a tierra firme con la mano puesta en el dispositivo de suelta rápida si fuera necesario. 

Dicho y hecho, llegué sano y salvo, un poco flipado (sí, lo reconozco) supongo que por el subidón de la adrenalina, oh, droga bendita, llegué como digo a la orilla a la altura del chiringuito Fashion, más o menos un kilómetro más allá de donde estábamos navegando. Recogí cometa y barra. De la tabla nunca más se supo, atrás quedó entre la espuma hirviente en que se había convertido el océano. Invisible e inencontrable. 

Hay que actuar rápido una vez pasada la tempestad y llegada la calma, como suele suceder. Roló a noroeste y cayó el viento en picado. Guardé todo en el coche, sin prisa pero sin pausa. Me cambié de ropa y me puse el chaquetón para entrar en calor. Y poco a poco me dirigí desde El Portil hasta el chiringuito Der Matías, parando en un par de sitios: a la altura del Fashion de nuevo, y en el cruce de La Bota, lugares en los que me acerqué a la playa y anduve un rato oteando horizonte en busca de la desaparecida Phenom 5'11", sin resultado.

Ya en Der Matías, última oportunidad, comencé a andar por la orilla hacia Poniente, con la esperanza, el pálpito, del que espera lo que espera, del que desea. Y a doscientos metros vi la familiar silueta, allí, en la misma orillita, como esperando a ser rescatada, abrazada, querida: 



Y corrí hacia ella, y me vi a cámara lenta como en esas películas de enamorados que se encuentran en el andén de un tren que ha reunido a dos amantes después de larga ausencia, mientras sonaba la banda sonora de "Love Story". 

Casi se me escapó una lágrima. Momento moña al máximo.


Esto había que celebrarlo en el chiringuito de marras, donde coincidió mi llegada tabla en mano con la del Gurú del Viento y Kikosh, que me sacó esta propicia instantánea.
Unos tercios entre risas y comentarios varios de la jornada espectacular, un par de tapas que me supieron a gloria: gran remate final.

Los personajes citados, felices, cansados, y peculiares ellos tres en su total singularidad.

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