jueves, 19 de noviembre de 2015

pequeñito

Salí fuera de la cabaña de madera, que crujía y se movía bajo mis pies a medida que avanzaba, y me senté en la oscuridad de la noche a esperar a que mis ojos se acostumbraran a la falta de luz.
Sorbí un poco de mi combinado de ginebra mientras escuchaba el silencio. ¿Se puede escuchar el silencio?

Me tumbo en el banco corrido que acompaña a la mesa de madera en el exterior de la cabaña, y así estoy bastante cómodo y puedo mirar directamente a la bóveda negra salpicada de estrellas que van aumentando por momentos. Cientos, miles, después cientos de miles. Al fin pierdo la cuenta, si es que alguna vez comencé a enumerarlas, que creo que no. Un par de meteoritos, supongo, en forma de estrellas fugaces, cruzan la escena de derecha a izquierda, de Norte a Sur, creo.

Me maravillo. La Vía Láctea se perfila justo sobre mí, en diagonal, inmensa, envuelta en una nube de hidrógeno que le da el color blanquecino que la caracteriza. The Milky Way, su nombre en inglés, es gracioso, parece un anuncio de Puleva o algo.

Quiero tomar una instantánea de este momento mágico, pero la cámara del celular es incapaz de manejar esas distancias, o yo soy incapaz de manejar la cámara del celular. A los efectos prácticos es la misma cosa, de modo que me empeño en grabar en mis retinas esa imagen increíble para que perdure en el interior de mi mente, de mi ser, para recordarme lo pequeñito que soy, que somos.

Nunca había visto el cielo nocturno con tanta claridad. Son las cosas de vivir en la ciudad. Nos perdemos tantas cosas bellas...

No sé el tiempo que ha pasado, empiezo a tener frío. Dentro de la cabaña se oyen risas y voces, el sonido de alguien comiendo frutos secos, unos cubitos de hielo chocan con el vidrio de un vaso ancho...
Me despido, un poco emocionado, de la escena que he contemplado, preguntándome cuándo volveré a ver algo así. En fin, le doy otro sorbo al gintonic y vuelvo al calor reconfortante de nuestro pequeño trocito de civilización enmarcado entre troncos amables.

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