viernes, 11 de septiembre de 2015

¿Hay que ser embustero para ser político?

Más bien, eso ayuda. Mal imaginamos cómo un hombre decidido a sacrificar su vida a la verdad podría hacer una carrera política, ya sea en el más bajo escalafón o en la cima. Pues, en materia de política, no existen más que dos cuestiones: ¿cómo acceder al poder? Y una vez alcanzada la cima, ¿cómo mantenerse en ella? Los dos interrogantes tienen la misma respuesta: todos los medios son buenos. Llamamos maquiavelismo a este arte de apartar completamente la moral para reducir la política a puros problemas de fuerza. En otros términos, principalmente los del decir popular: el fin justifica los medios: todo es bueno, con tal de que se obtenga lo que se perseguía. 

Desde esta perspectiva, la mentira proporciona un arma temible y eficaz.

El acceso al poder supone la demagogia, es decir, la mentira para con el pueblo. Los candidatos a las funciones oficiales han renunciado desde siempre a la verdad para limitarse a sostener un discurso adulador destinado a los electores: pueblo excepcional, genial, ancestral, inventivo, creador, etcétera. En lugar de atender al interés general que la función demanda, el político ansioso de mandato busca muy a menudo el asentimiento de la mayoría -cincuenta y uno por ciento, eso basta. Para obtenerlo, alaga, seduce, engatusa y promete, tiene un propósito útil para recoger los votos, pero ninguna intención de hacer honor a sus promesas -de las cuales afirmará, más tarde, que solo comprometen a quienes las creyeron.

La mentira destinada a aumentar las intenciones de voto, a crear una dinámica electiva, a falsear los sondeos, se duplica con una mentira sobre el adversario con el fin de desacreditarlo. Nunca se le reconoce talento, inteligencia o mérito, todo lo que propone es malo, está mal hecho, perdido de antemano. Esta categoría de hombres o mujeres jamás sale de la lógica gubernamental u opositora: la verdad es relativa al campo en el que uno se encuentra, verdad es todo lo que piensa y hace el candidato defendido, erróneo todo lo que procede de su adversario. No hay un absoluto para la verdad que permita pensar en términos de interés general, de destino del país, de salud de un Estado, del papel de la nación en el planeta, y que permitiría reconocer al opositor, por poco que fuese, algo de virtud, sobre todo, cuando sus propuestas van en ese sentido; nada de verdad absoluta, por tanto, sino una subjetividad, verdades de circunstancia.

Mentira dirigida al pueblo, al adversario, pero también mentira sobre uno mismo: se ocultan las propias zonas sombrías, se borran las molestas huellas del trayecto, los fracasos, las blasfemias, las tomas de posición tajantes en función de la verdad del momento (respecto a la energía nuclear, civil o militar, la realización de una Europa de moneda única, la supresión de la mili en provecho de un ejército profesional, las opiniones de los responsables políticos al más alto nivel cambian siguiendo las épocas y las estaciones electorales...). Y se pretende presentar un proyecto para el destino del país, cuando este se ha elaborado minuciosamente por gabinetes de consejeros en comunicación, con el fin de que corresponda al perfil del mejor producto vendible.

Cuando esas mentiras han seducido suficientemente a los electores como para que el poder no sea un objetivo, sino una realidad, se trata, segundo tiempo importante de la acción política en las democracias modernas, de mantenerse en su lugar. 
¿Cómo quedarse? ¿De qué manera llegar hasta el final? ¿No irse? ¿Volver lo más rápido posible? Las mismas respuestas que en el caso precedente: todos los medios son buenos y, entre ellos, la mentira. Pues ningún político dice amar el poder por el disfrute que su ejercicio procura, nadie dice gustar de ese fuerte alcohol por la embriaguez que proporciona, sino que todos hablan de su obligación de permanecer por el bien del país y los ciudadanos, para terminar lo que no ha dado tiempo a hacer, para realizar lo que no se ha tenido tiempo de hacer a causa del destino, de la fatalidad, de los otros, de la coyuntura (nunca de uno mismo).

Siempre triunfa la voluntad particular en detrimento del interés general.

Las células de información y de comunicación de las instancias de poder  (el Estado o el Gobierno)  ceban a los periodistas con informaciones creadas para seducir. Mentira, todavía allí, asociada a la propaganda, a la publicidad, llamada hasta hace poco reclamo. El verbo sirve para perjudicar, las palabras de un hombre de la oposición salen de su boca como si la realidad del poder no existiese, y valen para aumentar las promesas electorales, para dar lecciones, criticar, anunciar que se hará mejor, etc. Las declaraciones de un electo en el ejercicio del poder dan siempre la impresión de que se ha quedado en la oposición. Porque la función política obliga a una mentira particular, caracterizada por una práctica sofística.

Celebración del envoltorio, desprecio del contenido. Los sofistas eran grandes enemigos de Platón (428-347 a. de C). Para ellos, lo esencial reside en la forma, nunca en el fondo: poco importa lo que se dice, el contenido, el mensaje, el valor de la información o lo que las palabras anuncian para el futuro, pues solo cuenta la forma, la manera, la técnica de exposición. Antepasados de los publicistas, preocupados únicamente por vender un producto y atraer la atención sobre el envoltorio más que sobre el contenido, esos filósofos cobraban un alto precio por enseñar a hablar, exponer, seducir a la muchedumbre y asambleas sin ninguna consideración por las ideas transmitidas. 
El conjunto de los combates de Sócrates y Platón, su portavoz, persigue a esta calaña, esta profesión singular.
Para un sofista, la verdad reside en la eficacia. Es verdadero lo que alcanza sus fines y produce sus efectos. Es falso todo lo que malogra su meta. Fuera de la moral y de las consideraciones del vicio o la virtud, lo que importa, para los alumnos de los sofistas, es, en las condiciones de la democracia griega, tomar la palabra en la plaza pública, seducir a su auditorio, complacer y, sobre todo, obtener su voto para ser elegido y ocupar un escaño en las instancias decisorias. Mientras Sócrates enseña verdades inmutables, los sofistas - Protágoras (siglo v a. de C), Gorgias (hacia el 487-380 a. de C), Hipias (segunda mitad del siglo V a. de C), Critias, Pródico (siglo V a. de C.) y algunos otros- se vanaglorian de los méritos de la palabra seductora y el verbo arrebatador.

El arte de la política es un arte de la sofística, por lo tanto, de la mentira. Para disimular esta evidencia, algunos teóricos del derecho incluso han forjado el concepto de razón de Estado, que permite justificar todo, sostener el silencio, intervenir como más alta instancia en el curso normal de la justicia, clasificar asuntos secretos de defensa o de Estado, negociar con terroristas a los que se pagan tributos o con Estados sanguinarios, pasar contratos discretamente para vender armas a los gobernantes oficialmente enemigos, porque contravienen el principio de los derechos del hombre, pero oficiosamente amigos, cuando pagan en moneda fuerte.


Fuente: Esta fantástica parrafada lo extraje hace mucho tiempo de un libro de texto de filosofía para Bachillerato. Sigue estando de plena vigencia, ¿como no iba a estarlo? La política es la que es, y no la que debería ser. Ha sido así siempre, y como la idea va a asociada al hombre, mientras éste siga siendo hombre, así seguirá siendo la idea que emana de él. No hay otra. Tristemente.

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