viernes, 22 de mayo de 2015

la victoria del esfuerzo

Ya no recuerdo cuando tomé la costumbre de levantarme a las seis de la mañana para prepararme tranquilamente, sin prisas (ducha espabilante, café espresso, ver las noticias en la TV, revisar emails y wasap...), y salir calle abajo hacia la oficina.
A esa hora la ciudad, en casi toda su totalidad, duerme aún. Me proporciona alegría y cierto placer discurrir por un solitario Pablo Rada, y saludo siempre con un "buenos días" a la única persona que me encuentro en la calle Palos: una chica que limpia un portal afanosamente. Ella siempre me devuelve la cortesía. Se ha convertido en algo cotidiano.

Este año me he dado cuenta de que no he sido despertado por los cohetes y chupinazos intempestivos e inoportunos con los que los aficionados a la romería del Pastorcito Divino avisan al resto de sus conciudadanos de que van a salir en pandilla hacia la aldea famosa, exhibiéndose en sus monturas y vestidos con impolutas chaquetillas. Ridículo, a la par que incívico e incomprensible en los tiempos que corren.

No ser despertado violentamente por atronadores ruidos es algo deseable, porque vivimos en sociedad, y cuando se vive en sociedad es algo deseable no hacer cosas que molesten a los demás, sencillamente porque tampoco nos gusta que los demás hagan cosas que nos molesten a nosotros. Es un pacto tácito, parte del contrato social que ninguno de nosotros ha firmado pero que por el mero hecho de vivir juntos tenemos que cumplir.

Pero no siempre ocurre, la mayoría manda, y a la mayoría le gustan los cohetitos bien temprano para celebrar según qué cosas, y la Semana Santa, y las Colombinas, y que gane tal o cual equipo de fútbol, etcétera.

Ayer me levanté, como todos los días, a las seis de la mañana. Cuando empezaron las explosiones yo estaba escuchando a Javier Cárdenas recuperando fincas antiguas, dejándome los ojos en el ordenador y entre libros fechados en 1884, descifrando palabras que se antojan como jeroglíficos. Ni me enteré de los ruidos, ni de los cascos de los caballos, ni de las sevillanas. Y todo ello gracias al esfuerzo, al trabajo.

Olé.

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