jueves, 25 de abril de 2013

mYsTiC

Los días más inesperados y sosos, los más aburridos, aquellos en los que uno tiene menos perspectivas para disfrutar de la vida, cuando más envuelto estás en tu rutina diaria de trabajo, idas y venidas, desayuno-almuerzo-cena, a piñón fijo, se pueden convertir en los más maravillosos.

Puede sonar cursi, lo sé. Pero también sé que me resbala cómo suene, o lo que le parezca a cualquier reacio lector que me tilde en estos momentos de moña.

 

El martes fue uno de esos días. Sumido en mi monotonía laboral, que deja poco espacio a la creatividad, por no decir ninguno, y sólo cinco minutos antes de la hora de salida, recibo un mensaje: “17 nudos”.

 

Es que no lo pensé ni medio segundo. Salí a la calle a paso ligero, avisé al limitador de que me iba a la playa por el camino, y en un plis-plás me puse un bañador y metí en el maletero todos los aparejos. En 15 minutos estaba en el agua con el maestro, el hombre que susurra a las cometas, los dos solos con toda una kilométrica playa para nosotros. Está claro que la rápidez de reacción, y la tardía hora del suceso dejó a muchos otros descolocados… pero es lo que hay. Siempre he dicho que quien pestañea, pierde.

En un momento teníamos las cometas en el aire y nos dirigíamos al mar, que presenta ya una temperatura agradable a pesar de no haber terminado el mes de Abril (no me extraña que haya medusas, y algas, y hasta marrajos si me apuran).

Y era un viento anómalo, asurado, impropio del lugar, lo que hace que venga de la izquierda mirando de la arena hacia el mar, lo contrario de lo habitual. Las olas también se formaban en diagonal de izquierda a derecha, y ese cambio de poniente a sur-sureste debió de confundir a las masas de agua, que se aliaron con el fondo arenoso y el espigón que pone coto a La Canaleta, de modo que propiciaron unas olas que, aunque no enormes, si venían a veces bien formadas y rompiendo ordenadamente.

El viento, no obstante, parecía más fuerte de lo que en verdad soplaba, y una vez dentro del agua era fácilmente controlable con la 12 metros… o es que por fin voy aprendiendo, que ya va siendo hora.

Lejos quedan los días de revolcones inesperados, tragones de agua salada, pérdidas tremendas de tabla, pateos interminables por la playa para remontar el barlovento perdido… Aún no cumplí un año desde mi primera clase por parte del maestro, y ya me manejo con cierta seguridad.

Y cuando uno hace las cosas automáticamente y no tiene que estar tan pendiente de la cometa, es cuando comienza a disfrutar, y a mirar alrededor y vigilar qué es lo que viene.

De este modo, esquivo la ola que viene rompiendo para que no me frene, me adelanto a los acontecimientos, preveo las subidas de viento.

 

Empiezo a estar en comunión con el mar. Eso es bonito. Surco veloz los espacios entre olas, y absorbo con las piernas las ondulaciones intentando bombear cuando las bajo para no perder velocidad. Giro y cambio de sentido sin perder el equilibrio: ¡bien! No me salió mal ni una sola vez.

Y a la vuelta hacia la orilla, entonces es cuando vi la luz, lo comprendí todo. Y estaba ahí, siempre había estado ahí, solo que ese era el día, mi día.

Miré atento a las olas que se dirigían en formación, en barra ordenada, en mi misma dirección. ¡Ahora o nunca! Sólo había que esperar el momento propicio, la ola adecuada, primero más pequeñas y dóciles, y al final más grandes y potentes, conforme iba cogiendo confianza.

¡Sólo es agua, no pasa nada! Mamma mía, la sensación de bajar una ola, girar para subirla levemente y volver a cortar escapando de ella. Y así una y otra vez hasta que llego a la misma orilla.

En ese momento me pregunto si el maestro me vio. No por vanidad o exhibición, sino por placer, por que viera que su alumno evolucionaba, se convertía, se hacía uno con los elementos.

Pero él venía haciendo lo propio con su skimmy, sin despeinarse, y cuando llegó a la orilla, nos adentramos los dos de nuevo, en paralelo, juntos, como en una bonita postal, con el sol al fondo a la derecha, bajando poco a poco.

 

Esquivando las mismas montañitas, dando leves saltos con algunas olas, remando al unísono cuando el viento bajaba un poco su intensidad. Y vuelta a empezar, media vuelta y a buscar una ola bonita, uniforme, y con fuerza para que me empuje.

Hacer surf es bello, es una sensación GRANDIOSA, única.

Jamás he sentido algo así.

Y ya he tenido amagos en otras incursiones, como aquella vez en Febrero un par de días después de la ciclogénesis explosiva, en que bajé acojonado un par de olas o tres a velocidad supersónica con la cometa de nueve metros frenada por las rachas de 30 nudos…

Pero el martes fue totalmente diferente. Había control, había verdadero disfrute, había surf. Largas surfeadas de doscientos metros que pasaban volando, en un santiamén.

Y, como siempre, el viento se acabó en el mejor momento.

Siempre, espero, recordaré este día.

 

Aprendí muchísimas pequeñas cosas, y comprendí los porqués, las causas y los efectos, la física, el proceso. El concepto. Y aunque llevo bastante tiempo dando vueltas a ello, sin duda es la meta, el objetivo: surfear cuando vuelves a la orilla, volar cuando te metes hacia lo profundo. No hay más. Ni menos.

 

Ahora sí, ahora pueden llamarme moña, místico, pasado o flipado. No es mi intención serlo, ni tampoco parecerlo, pero es verdad que reí a carcajadas en varios momentos esa tarde, yo solo en medio de la inmensidad marina, y dí gritos de placer. Y más tarde, por la noche, todavía flotando en mi nube de endorfinas, dormí como un bebé.

 

PD: no hay pruebas en forma de imágines estáticas o de sucesión en fotogramas ordenados con un tomavistas, ya que estábamos dedicados a otra cosa.