jueves, 15 de noviembre de 2012

Lo que uno no se espera

Recientemente hice un viaje idílico con el limitador. Fue muy positivo en muchos, por no decir todos, los aspectos.
Una de las sorpresas del viaje fue almorzar en El Campero, sito en Barbate -capital de Chiquitistán-:


Barbate, junto a Zahara, forman el centro neurálgico de la almadrabería mundial. Vienen barcos enormes, fábricas que surcan los mares, desde Japón para llevarse los mejores ejemplares, y lo que queda, las migajas, las sobras, lo que no pasa el control, se queda para los autóctonos.
Pues menos mal que no es lo mejor... porque si alguien quiere comer buen atún, no tiene más que acercarse a estas localidades. En Barbate, en cualquier tasca, bareto, terraza o chiringuito, uno puede degustar el atún cocinado de mil maneras, a cuál más magnífica.
Barbate, por si no lo saben, es un pueblo pesquero originalmente. Hoy vive de no sé qué, pero tampoco es cosa que a mí importe, o me afecte.
Digo esto más que nada para que acepten y se hagan a la idea de que Barbate no es un pueblo bonito especialmente, no ofrece mucho al turista salvo una buena playa, pero no hay resorts hoteleros, ni siquiera una zona de aparcamiento digna. Las gentes son de aspecto triste y mohino, no parecen ni andaluces. Es raro. Es un pueblo que no transmite vida, la verdad.
Por eso es muy raro encontrarse allí un sitio como El Campero. Uno entra en ese restaurante y parece que ha traspasado un portal dimensional: decoración moderna, pero sin caer en extravagancias o vulgaridades; camareros dignos de esa profesión noble; espacio entre las mesas, ambiente acogedor, temperatura perfecta. Un gustazo.

Pedimos un vinito blanco y hacemos la comanda. Mientras tanto, nos sirven un detalle que en cualquier japo nos cobrarían bien cobrado:

Sushi por la cara.
El vino entraba fácil. Yo no entiendo de vinos, sólo sé si me gusta o no, y para mí eso es suficiente. Más que suficiente:


Para compartir, de entrada, sashimi, exquisito, rabiosamente espectacular, en su punto de crudeza, el mejor de mi vida. Claramente:


Un poco de tempura de morrillo, creo recordar. A mí me gustó. Al limitador también. Prueba del plato:

Hasta la salsa estaba buena, jolines.
El vino abandonaba su receptáculo rápidamente, aquello estaba todo buenísimo. Pero faltaba el plato fuerte, tarantelo, una zona semigrasa situada justo por debajo del lomo, poco hecha, a modo de solomillo de ternera. ¿Qué decir de un sabroso plato como éste? Sí, me gusta mucho el atún, se nota, creo.


La decoración, la presentación, un poco básica en este caso. Pero el atún, espectacular. Sin palabras me quedé.
Bastante satisfecho ya a esas alturas del almuerzo, aún quedaba un poco de hueco para un postre, y siendo Cádiz el sitio donde se encuentran los mejores tocinos de cielo, no pude evitar pedir uno. Claro, en un sitio así uno no se espera que pase lo que pasó:


Horror de los horrores. Es más: EL HORROR. Pero ¿qué coño hace ahí, mancillando el lugar, ese pegote de nata de bote? Inadmisible. Y el chorreón de caramelo sobre el sorbete de limón es, como poco, discutible. Normalmente, cuando como en restaurantes de poca monta -que también lo hago, soy humano, jopé-, suelo advertir que "sin nata, por favor". Pero en El Campero deben revisar este punto en su cocina. Por lo demás, tanto el tocino como el sorbete estuvieron riquísimos.
Este pequeño contratiempo enturbió el final de lo que estaba siendo un almuerzo que te cagas. Pero en fin, no le dí más vueltas y enfilamos hacia el hotelito rural, a medio camino entre Barbate y Caños de Meca, sitio tranquilo e idílico, bajo una leve lluvia que no hizo abandonar la playa a unos surferos que disfrutaban de un extraño puente de primeros de Noviembre.

Recomiendo el restaurán, sin duda, pero no olviden advertir lo del postre para que su disfrute sea pleno.

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