martes, 11 de octubre de 2011

El perro

Las aficiones van y vienen, en mi caso, generalmente, en rachas de siete años. Lo tengo comprobado. Me da muy fuerte durante siete años por algo, luego se me pasa poco a poco y termino arrinconando, por ejemplo, los coches de slot para, pasados otros siete años volverlos a recuperar de nuevo.
Igual con bici, relores y lo que se tercie. Salvo una afición que todos se imaginarán de cual se trata, es así.
Y durante una larga época de mi vida de estudiante, mayormente cuando mi familia se mudo a un chalé y pudimos disponer de cierta superficie al aire libre cubierta de grama y tal, y hasta que terminé la carrera, momento en que de seguido comencé a trabajar a cien km, en otra ciudad, y pasé a vivir en un piso, tuve una gran afición a los perros.
Viviendo en una urbanización a las afueras de una gran ciudad, practicamente todo el mundo tenía uno, dos, tres, o los perros que se terciaran. Todos los colegas tenían perro, unos más amigables que otros, y algunos unos auténticos hijos de perra, en sentido literal y figurado.
Otros eran bonachones, unos grandes, otros regordetes y pequeños, otros ladradores y, los menos, mordedores.
Por mi casa han pasado varios mastines, uno de los cuales, el primero, se le fue la pinza y durante el transcurso de una mañana atacó a mi madre, a mí y al jardinero por este orden. Me arañó el pecho con las zarpas delanteras y me mordió el antebrazo con el que me protegía el cuello y la cara. Yo tenía doce años. Mi madre tuvo que ir al hospital a que le cogieran unos cuantos puntos en una mano.


No se nos pasaron las ganas de perro, no. Después de Strong, que así se llamaba el hijoputa aquel, vinieron una serie de pequeños mestizos, simpáticos, valientes, pintorescos. Recuerdo con nostalgia y alegría a Boli, un chuchinés de pura cepa -o sea, mestizo con base de pequinés-, y a Tara, que supongo que algún ascentro tenía que ser un terrier por huevos, tanto por su aspecto como por su carácter. Tara fue robada, desapareció un buen día, y el jardinero acusó a unos cazadores, dado el talento innato de la perra para la caza del gato y el roedor que osara internarse en los dominios del chalé.
Variados y muchos pequeños perros que iban y venían, se escapaban y volvían más tarde cuando acuciaba el hambre y el frío. Y dos mastinas, una de ellas murió envenenada en mis brazos, la otra de vieja con dieciséis años -me acuerdo perfectamente el día que fui a por ella al mercadillo de animales de la Plaza de la Alfalfa, en Sevilla, y la compré a un carbonero de manos negras-.
Mis últimos perros fueron un cocker auténtico, de esos con pedigrí y todo, de tamaño contenido, grandes caninos, de un color leonado claro. Precioso y un auténtico atleta. Me lo llevaba a correr por el campo y no paraba de saltar. Corría más o menos el triple de distancia que yo, porque iba y venía sin parar, como los borrachos con el caballo en El Rocío, y se bañaba todos los días por la mañana temprano en la piscina. Como buen perro de caza, que es su verdadero origen, tenía una gran habilidad natatoria, y le enseñé desde cachorro a utilizar la escalerilla para salir del agua y no perecer ahogado. También me llevaba a correr a Tara, mi primer husky siberiano, en pleno apogeo de las razas nórdicas, con quien pasé horas y horas y horas educándola. Era una perra extremadamente inteligente, pero muy cabezota -rasgo intrínseco de la raza- e independiente. Era muy pasota, y trataba de escaquearse de las órdenes, pero yo podía más que ella. Aprendió las órdenes básicas para poder pasear educadamente con ella sin molestar al prójimo -como debe ser-, y se volvía como loca cuando le colocaba el arnés para que tirara de mí montado en un monopatín.
Por supuesto era muy hermosa. También me la robaron, un día por la mañana ya no estaba. Alguna vez se escapó, pero volvía enseguida: yo simplemente soltaba a alguno de los otros perros que tenía, y volvían juntos al rato. Esa vez no volvió. Nunca más se supo.
Una amiga mía que tenía una pareja de huskys, sabiendo lo de mi pérdida, me regaló otro cachorro, esta vez un macho. Yo no quería, porque ya estaba en Huelva y no iba a poder dedicarle el tiempo necesario que un perro así requiere, pero mis hermanas se enamoraron instantáneamente de él. Así fue como Roco entró en nuestras vidas. Yo lo veía de fin de semana en fin de semana, y así era imposible educar a una bestia parda como aquella.
Mientras fue cachorro, la cosa era más o menos manejable, pero llegó el momento en que maduró, y las peleas con Epi, el cocker, eran tremendas e inevitables, sobre todo cuando Ronda, la mastina, entraba en celo.
El perrito era un puto lobo, y Epi tuvo que ser llevado al veterinario dos veces in extremis, a vida o muerte.
El Husky escapa al control de mi madre y mis hermanas, quienes se desentendieron inmediatamente del problema. A mí el perro me respetaba como jefe de la manada, supongo, pero no me obedecía, simplemente me esquivaba o trataba de no importunarme. Una pena, porque el can era verdaderamente hermoso.
Un viernes volví a mi casa, como era habitual, y el husky ya no estaba. Mi madre lo donó a la perrera incapaz de poner paz en su jardín.
Los últimos años de Epi y Ronda fueron muy tranquilos, eran de la misma edad, y envejecieron juntos y dignamente, cada uno con sus achaques propios de sus respectivas razas. Epi, contra todo pronóstico murió primero, y Ronda un año más tarde, triste y sola.
Mi madre se niega a tener más perros, y yo la apoyo y comprendo.
Yo, viviendo en un piso, pienso que sería horrible. Pesado y coñazo para mí, horrible para el perro. Creo que un perro tiene que vivir en un espacio abierto, es un animal doméstico pero con raíces salvajes, con orígenes de trabajo, y necesita ejercicio y libertad también, y en un piso se vuelven histéricos, descentrados, paranóicos, antinaturales.
Me gustaría tener un galgo, o un dóberman -aunque mis hijos, que jamas han visto ninguno, les tengan miedo, ja ja ja-, o un Irish Wolfhound.
Pero amo demasiado a los perros como para tener uno.


AMO DEMASIADO A LOS PERROS COMO PARA TENER UNO.

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