miércoles, 20 de octubre de 2010

Dogmas refutables. Totalmente.

Es cierto eso que se dice. Sí, parece que casi cualquier cosa, a fuerza de repetirla constantemente, en cualquier ámbito de la vida, se toma como dogma irrefutable, como verdad perenne, como muro infranqueable para el entendimiento humano. Y no, señores, eso no es así. El hombre-masa, en su adocenamiento, en su modo de vida cómodo, en el que le ponen todo por delante y desaparece su capacidad crítica, de discernimiento, de pensar por sí mismo, ha perdido la capacidad de raciocinio convirtiéndose en un vegetal deleznable y con mal sabor, reflejo absoluto de su podredumbre mental.
Pero de entre todas esas “verdades irrefutables” a las que se agarran sobre todo los eruditos a la violeta, y hablo de conceptos que ya se manejaban a principios del siglo pasado, sí, hace cien años, destacan algunas que vemos y oímos prácticamente a diario, y por tanto son defendidas a capa y espada por indocumentados analfabetos, que son los que se han hecho amos de los mass media, para deleite y gozo de amas de casa aburridas, cansados proletarios, padres agobiados y abueletes ñoños, auténticas esponjas televisivas, fagocitadores de cualquier tipo de bazofia catódica sin importar su calidad o procedencia.
A menudo se entablan seudodebates sobre temas sin sentido ni interés alguno, tremendas discusiones en las que intervienen putas, chulos, periodistas que no lo son, representantes de famosos, famosos que lo son sin haber hecho mérito alguno para serlo, hijas de ancianas presentadoras televisivas de otra época, y maricas sin oficio ni beneficio puestos ahí por el mero hecho de ser maricas –que a mi entender no tiene mérito alguno, dicho sea de paso, y por eso lo pongo aquí como ejemplo de lo que quiero explicar, y no por otra causa-.
Y se amparan a menudo en citas celebérrimas como “derecho a la libertad de expresión”, “para gustos, los colores” o su otra versión “sobre gustos no hay nada escrito”, “libertad de opinión”, y otras lindezas al uso. El horror es en mí, cuando se quiere defender lo indefendible, cuando se quiere hacer comulgar con ruedas de molino insultando a la más leve inteligencia, a la sutil percepción del caos que supone meter tales pensamientos en las estériles y pochas mentes del encantadísimo espectador, que mira sin ver, y escucha sin atención y sin tener nada –a los hechos me remito- entre oído y oído.

- Libertad de opinión. No, oiga, no. De las cosas no se puede opinar libremente. Hablar a la ligera juzgando, sin tener ni puta idea de lo que se está tratando, sin tener una base de datos o una formación adecuada acerca de aquello sobre lo que se opina, es una temeridad manifiesta. Así, a mí no se me ocurriría opinar sobre física cuántica, o sobre métodos de soldadura de titanio, o sobre qué diseño es el más adecuado para hacer un puente sobre el río Guadalquivir, porque ni estudié física, ni soy soldador especializado, ni mucho menos ingeniero. Pero hay gente que se atreve a opinar sobre esos y otros temas muy peliagudos. Y a esos hay que decirles aquello de “cállate, so imbécil”, o “qué atrevida es la ignorancia”. Pero claro, entonces estaríamos la mayor parte del tiempo callados, sin opinar ni hablar de nada. Así, yo sólo hablaría de derecho civil hipotecario, un poco de motos y coches, de mujeres, y del tiempo –que siempre es muy socorrido, y cualquiera puede hablar sobre eso, ya que está demostrado que ni los expertos metereólogos aciertan ni por casualidad-. Pues si hace falta, estemos callados, que como dijo Confucio: más vale estar callado y parecer tonto, que abrir la boca y confirmarlo.

Por hoy ya está bien, seguiré con la libertad de expresión y lo que hay escrito sobre los gustos en las siguientes entradas para no agobiar mucho a los que no gustan de leer más de cinco minutos seguidos. Y como no mola una entrada sin fotito, aquí les dejo ésta, muy ejemplificadora de lo que les quiero transmitir.


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