viernes, 5 de marzo de 2010

Roma



Roma


Con motivo de celebrar el undécimo aniversario del día en que me ahorqué, he viajado a Roma no sólo con la compañía de mi contraria, sino también con la de mis muy queridos progenitores, sin cuya presencia la cosa hubiera sido incluso peor...


Dejando aparte consideraciones personales sobre mi relación de pareja -que seguramente será objeto de una entrada posterior, en tono cuasipoético y apocalíptico, sin duda-, relataré algunas cuestiones que para bien o para mal han llamado mi atención. Tendrá que tener en cuenta el lector que no es la primera vez que piso la città eterna, por lo que mi punto de vista es el de aquél que ya ha visto la película, y ahora tiende a fijarse en otros detalles más profundos o que anteriormente pasaron simplemente desapercibidos.


El vuelo. No pensarían que he ido en coche o a nado, ¿no? El trayecto fue cubierto, ida y vuelta, por Vueling. Billetes adquiridos via intenet, eligiendo los asientos, que es algo que está muy bien, porque prefiero los que están junto a las alas, justo donde la salida de emergencia, donde hay más espacio entre las filas. El avión, un Airbus A320, bastante normalito, con acabados mediocres, aunque no es muy ruidoso, al menos donde yo estuve sentado. Su velocidad de crucero es de 900 km hora, y la altura de vuelo rondando los 35.000/37.000 pies. En la ida tuvimos un viento de cola de 200 km/h, lo que nos plantó en Roma desde Sevilla en unas dos horas. A la vuelta fue al revés, y se fue el viaje a casi tres horas, eternas, con turbulencias, aunque el aterrizaje fue mejor a la vuelta. Como dato curioso hay que señalar que el viaje de Roma a Sevilla lo comandó una señorita. La tripulación, exclusivamente femenina, normal. Se paga por todo en estos vuelos de bajo coste, hasta por un poco de agua -dos euros-. Es de remarcar cuánto daño está haciendo esto de las compañías de bajo coste, oiga. Ahora vuela cualquiera, lo que implica compartir durante un tiempo más largo del deseable una cabina cerrada con gente generalmente ineducada, burda, zafia y mucho niño chico consentido y maleducado. Una pena que pasara lo del Concorde. Por mi parte, en mi próximo viaje aéreo haré un pequeño esfuerzo por ir en una compañía fetén, con mullidos y más cómodos asientos, azafatas más cañón, un poco de comida para que se haga el viaje más llevadero, y un servicio de aeropuerto más eficiente.




Correcto, sin más. Que no es poco, tratándose de volar.



El hotel. Tras un paseo de casi una hora en un ridículo taxi Opel Meriva, pilotado por una simpática italiana peliteñida, llegamos al Westin Excelsior, en plena Via Veneto, junto a la Embajada Americana. Ya conocía el hotel de una visita anterior hace casi diez años, y no ha cambiado gran cosa desde entonces: sigue teniendo ese olor rancio en los pasillos a moqueta vieja, una decoración muy pasada de moda en las habitaciones, y un ambiente decadente en las zonas comunes, aunque no tanto como el Palace de Madrid -que pertenece a la misma cadena-. No obstante, el personal es muy atento, aunque salvo una recepcionista que sólo vi el primer día, nadie habla español -lo que no fue una sorpresa para mí-, y ésta lo hacía bastante regular, aunque yo he intentado no hablar en mi lengua materna con los autóctonos, en mi ansia de aprender el idioma local. No he tenido tiempo de hacer uso del spá, aunque tampoco soy aficionado. Los precios, tipo Gran Lujo o, como diría mi abuela Gabriela, que en paz descansa, Gran Robo: un cafe latte en el salón, siete euros. Cuatro mini bollitos de acompañamiento: 9 euros.




¡Qué presencia, qué localización, que bonito... qué caro!



Decadente a tope. En este saloncito fue la clavada de los bollos.


El taxi. A pesar de tener transporte público en forma de autobús y metro, la vía escogida para movernos ha sido el taxi, que es algo típico y recomendable por su velocidad y no excesivo precio. Mi idea inicial de alquilar un auto para conducirlo ayudado por un Tomtom fue enseguida rechazada por mi padre, y desde aquí lo agradezco, porque conducir en Roma es mucho conducir en Roma. Y hubiera salido más caro sin ninguna duda. El taxista romano suele ser un tipo que gusta de aprovechar el tiempo, y huye del prototipo de taxista español que funciona como el modo "eco" de un cambio automático y no pasa de 1500 rpm en su Skoda Octavia. En cambio, el romano revoluciona el motor de su bólido, apura la frenada, aprovecha rebufos, hace trazadas imposibles, adelanta en huecos casi inexistentes y domina a la perfección todo tipo de superficie, tanto en seco como en mojado. Me pregunto porqué no hay más italianos compitiendo en F1 o WRC con éxito. Para mí es divertido ir en un taxi romano. Mi esposa y mis padres lo pasan regular. Nada de esto sería posible sin la anchísima manga de la policía, tanto local como carabinieri, que es omnipresente allá donde vayas en Roma.


La policía. Efectivamente, hay mucha presencia policial. De todo tipo: local, secreta, camuflada, antidisturbios y los carabinieri. Y entre estos últimos están los que van en Fiat normales, y los que van en Alfa 159, que son una Squadra especial con coches más potentes y chulos, identificados con un dibujito en la aleta delantera -una pantera, creo recordar-. Da gusto pasear por las concurridas calles de las zonas más turísticas sin la presencia de sospechosos habituales, y están siempre dispuestos a ayudar en tu propio idioma -sí, sí, saben idiomas- y señalar el mejor camino hacia el siguiente monumento o museo.



Yo, de mayor, quiero ser carabiniero, o como se diga.




Los restaurantes. Mi padre es muy aficionado a la Guía Michelin, y a los restaurantes de estrella. Por tanto, no ha desaprovechado la oportunidad de visitar unos cuantos en este viaje, con resultado variopinto. También algunos que escapan a ese prototipo finolis y sofisticado, con desigual éxito. Yo siempre he pedido pasta, salvo en la brasería Al Cepo, donde me recreé con un fantástico Chateaubriand acojonantemente bueno. Como platos estrella, he probado raviolis rellenos de foie en Glass Hostaria, en pleno Trastévere -muy chocante encontrar un restaurante de esa calidad en la zona en que se enclava-, y rellenos de merluza y gambas en Acquolina Hostaria in Roma. Decepcionante la estrella Michelin en Baby, caro y regular. Fuera de estrellas, visitamos Enoteca Antiqa, donde tomé una pasta tipo espagueti casero, buenísima, ambientada por muchos escoceses -que anduvieron todo el finde por allí con motivo de un partido de la UEFA-; Felice a Testaccio, comida buena, atención chulesca y sitio pésimo; y en Harrys Bar, con un carpaccio bueno pero deficiente queso parmesano, excesivamente caro por muy bueno que sea el sitio donde se encuentra. Para seguir ese ritmo, preparen ustedes la cartera, y olvídense de comer barato y bien en Roma, porque no lo harán. Comerán barato, al nivel de Madrid, pero no mejor que aquí. Y a veces, pagando caro tampoco se come bien.




Los romanos. Excepto el personal del hotel y los taxistas, que son generalmente abiertos y simpáticos, los romanos son chulos. Pero chulos de putas, mayormente. Se creen los mejores del universo, y no se han percatado de que su imperio se cayó hace 1.600 años. Visten ropa excesivamente ajustada, y sus peinados dan risa. Los escaparates se encuentran llenos de ropa de diseño, pero nadie la viste en la calle. No es la moda, la frescura o el estilo que uno puede ver paseando por Londres o París, por ejemplo. A falta de visitar Milán o Florencia, el romano de a pie es un tipo normal, delgadito, espigado, con cara de pocos amigos, y bastante gilipollas. Sobre todo si es maitre de un restaurante y se cree el centro del Universo culinario.


Las romanas. ¿Qué? ¿Dónde? Brillan por su ausencia, supongo que sus chulos las tienen enclaustradas, aunque alguna feílla sí que se ve por la calle haciendo la compra. Una pena, yo tengo idealizada la idea de la donna italiana tipo Gina L, Sofía L, o incluso la lacia L Pausini -pero está buena, al menos-. Incluso Sabrina la de Boys-boys-boys fue un boom impregnado en mi temprana retina. Pero uno llega a Roma, la ciudad abierta, la ciudad del Amor, y no encuentra nada de eso, ni tampoco a Audrey montando en Vespa. Va fan culo!!!!


Los autos. He visto un solo Seat en cuatro días en la ciudad de Roma. Prácticamente ningún coreano, y muy pocos japoneses. En cambio, veinticinco a treinta Renoles o Poyó, varios Fors Focus y Mondeos -siempre versión familiar-, poquitos Mercedes y BMW -incluso en Huelva son legión comparado con lo poco que hay allí-. Sí hay miles de Fiat, Lancia -raros de ver aquí, la verdad-, y Alfa Romeo. Pero hay un verdadero boom de coches pequeñitos, lo que se comprende viendo las largas distancias a recorrer en medio de atascos constantes, así como la ausencia de aparcamiento asequible. Por ello, los escúter se cuentan por miles, aparcados en interminables hileras en cualquier lugar de la ciudad -nunca sobre la acera, eso sí-. Los Smart, Toyota IQ, y coches de ese estilo son los reyes de las parrilas de salida en que se convierte cualquier semáforo: cuatro carriles ocupados por seis coches en paralelo dejando menos de un palmo entre espejos retrovisores, es digno de ver. Verde, aceleración, curva con embudo a dos carriles, y ni un roce, ni un pitido, ni un mal gesto. El más rápido gana. Así de limpio y sencillo. A pesar del caos que a priori pueda parecer la conducción romana, rige un estricto cumplimiento de las leyes de la preferencia, el aprovechamiento máximo del espacio, y sobre todo la tolerancia y la facilitación de la maniobra del que viene de frente invadiendo nuestro carril impunemente.








El más popular en Roma, sin duda.


En el hotel, no es raro ver, como el primer día que estuvimos allí, un Ferrari 612 bicolor con horrible tono de cuero interior, junto a un Smart Brabus a full -unos 25.000 € puesto en la calle, mi padre no se lo podía creer cuando se lo comenté-. El BMW X6 ha desbancado claramente al X5 en la preferencia del nuevo rico italiano -si es que tal cosa existe allí-, y es el SUV más visto actualmente por los barrios buenos. Todos los días he visto varios 430 en todos los colores, 599, California, Aston Volante, Maserati GT, y numerosísimos Quattroporte. También me ha llamado la atención el ver cada día dos o tres Exige, en cualquier color.





Bernini. Ya no me llama la atención visitar viejas y emblemáticas iglesias, o ver los techos de la Sixtina donde mi mujer quedó extasiada y boquiabierta durante más de veinte minutos. Mi revelación ha sido, esta vez, Juan Lorenzo Bernini. Bueno, no él, sino su obra, que he podido conocer más profundamente en una visita a Villa Borghese, donde se aglutinan sus esculturas más imponentes. Después de estudiarlo y poder tocar los mármoles labrados por su manos, he llegado a la conclusión de que es el más grande. Miguel Angel está bien, sí, pero no se le acerca, sinceramente. Miguel Barceló es un bastardo innombrable a su lado, un colegial ridículo y aprovechado, como Mariscal y todas estas generaciones de las últimas décadas -entre los que incluyo, por supuesto, a Dalí, aunque a éste le salva su arquitectura-. Ya hablaré sobre el arte en otra entrada.







Lo mejor del viaje, con diferencia.


La Cappella Sistina. Iba a escribir algo sobre esto, pero no merece la pena.



El gasto. ¿Qué mas da? Para una vez que voy cada diez años más o menos, no repararé en ello. Aún así, fui bien preparado, porque no se puede ir a un sitio así con lo puesto.



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