Como saben, he pasado un par de días de viaje con motivo de una boda. La boda, bien, muy bien. El viaje, estupendo. Mérida es una ciudad siempre digna de ser visitada, y he ido incontables veces.
Como última etapa de esta excursión, fuimos a visitar a mi tía Matilde. La Mati.
La Mati es soltera, y supongo que entera. Vivió toda su larga vida en casa de sus padres, y cuando mi abuelo enviudó, se encargó de él hasta sus últimos días. Ido aquél, quedó sola en la casa que la había visto nacer hace ahora noventa años.
Eso es una edad. Noventa años, madre mía.
Como todas las personas que viven solas, y han llevado una vida prácticamente encerrada entre cuatro paredes en un pueblecito de esa región extrema y dura, se adquieren rarezas, y mi tía, la verdad, era rara. Hablo en pasado, porque hoy día ya no la reconozco como la Mati de antaño. Persona de fuerte carácter, trato seco y distante al menos conmigo, por causa del deterioro de cuerpo y mente es hoy alguien a quien me cuesta trabajo reconocer.
Con la vejez, tuvo que ser acompañada en su casa, primero con una chica que iba varias horas durante el día, que limpiaba y cocinaba. Más tarde, hubo que hacer varios turnos, y era necesario que quedara también alguien por la noche.
El deterioro físico le hacía imposible valerse por sí misma para las más nimias tareas personales. Cada vez necesitaba más ayuda y dedicación, y en un pueblo pequeño hay poca disponibilidad para esos menesteres. Tampoco sus familiares más allegados podían, por diversos motivos, aunque el principal es que también son personas de edad.
Tras varias reuniones y comités, se tomó la decisión de internarla en un centro para mayores, buen eufemismo para un geriátrico, y allí es visitada por sus hermanos (los que quedan) y algunos otros familiares, supongo que sobrinos.
Por supuesto, la llevaron allí engañada, pues ella no quería salir de su casa, ni dormir en otro lugar que no fuera su cama, ni comer otra cosa que lo que fuera cocinado en su cocina. Pero como quiera que la memoria a corto plazo la tiene inoperante, y la demencia senil galopante le impide regir, al final hicieron lo que hicieron, que hoy, visto lo visto, creo que es lo correcto.
Es difícil imaginar que esté mejor en otro lugar. Allí tiene atención médica constante, es aseada, alimentada, cuidada, y el sitio es agradable.
Pero verla en ese estado ha sido un poco... raro. Por decirlo de algún modo. Ya repito que no es la Mati de antaño. No me reconoció, para empezar. Repetía las cosas. No puede andar, y apenas moverse, dada su debilidad y extrema delgadez.
Mi madre le compró un helado de chocolate, y se lo dio como si fuera un bebé, y con todas y cada una de las cucharaditas que se llevó a la boca dijo lo mismo, una y otra y otra vez: "¡qué rico está, pero qué frío!"
Se lo zampó entero.
Por sus escasas palabras deduje que no sabía en realidad dónde se encontraba ni quiénes éramos. O a lo mejor sí, a ratos quizá.
Llegado el momento de irnos, se puso triste al saber que la dejábamos allí sola. Se quería venir con nosotros. De repente se dio cuenta de que no estaba en su casa. Al rato se le olvidó ese mismo hecho.
Me asaltan muchas preguntas y dudas, aunque supongo que la mayoría no tienen respuesta. Es terrible lo que la vejez hace con las personas, con las mentes. ¿De qué sirve vivir así? La naturaleza es sabia, y hace un siglo era raro llegar a esos extremos. Hace dos siglos, la esperanza de vida no superaba los cincuenta años. Nadie tiene demencia senil, ni Alzheimer, ni casi Parkinson, a esas edades, y uno puede llegar con la dentadura completa.
Le vamos ganando tiempo al cronómetro de la Parca, pero me pregunto si nos renta en términos de experiencia vital. La mente es un misterio, a menudo insondable. Las conexiones se rompen, o cambian, o se atrofian, y es un proceso irreversible, tristemente. Porque es triste ver personas que en su día, puede que no hace tanto tiempo, eran válidas, útiles, hasta necesarias en nuestras vidas, que se vuelven irreconocibles incluso para ellas mismas.