Sí, oh, amigos. A veces hay que hacer acopio de valor y lanzarse, porque una vez que uno ha llegado hasta aquí, ¿cómo vas a reculara y largarte a tu casa con el rabo entre las piernas como chihuahua cobardica? No, hijo, no. Miedo nunca.
Así que, el que crea, que ore a su dios o dioses varios. Yo, como mucho, me presento al oceáno: lo miro, lo estudio, cuento las series, el tiempo entre olas, observo la dirección del viento, su fuerza, si rola o no, si hay rachas, si la corriente te arrastra hacia un lado de la playa; ¿hay obstáculos a la vista, otros navegantes, un espigón, pescadores en la orilla, recogedores de coquinas que se ganan la vida? ¿La marea está bajando o está subiendo? ¿Hay nubarrones en lontananza?
Pero retrocedamos un poco. Cuando iba a cargar mis cosas en el coche, y habiendo pasado hace meses la fase de ¿qué cometa me llevo, la 12 ó la 9?, haciendo uso del famoso dicho de "si se tiene, se lleva", me doy cuenta de que no tengo el arnés. ¡El horror!, pieza imprescindible del uniforme de guerrero pandorguista. No arnés, no glory.
Bueno, uno tiene recursos: cojo uno que tengo por ahí de cuando hacía windsurf, que no es lo mismo porque son más débiles y el gancho tiene la forma un poco diferente. Cuando llego a la playa, me encuentro directamente con el hombre que susurra a las cometas, mi gurú del viento, el maestro, y me lleva a un chalet en primera línea de playa donde ya están los demás cambiándose, preparándose para la batalla. Abellán, Sergio, David, Laura, Yolanda y el citado maestro, Manolo, forman conmigo el conjunto osado e intrépido que surcará el embravecido mar frente al chiringuito Camarón. Sergio me deja su arnés, y el se pone el de su chica (que hoy no ha podido estar con nosotros). Menos mal, un arnés muy similar al mío, de calidad, con su leash y todo.
Ese pequeño detalle me hace enfrentar la situación con otra disposición.
Bajamos a la playa portando nuestro material, enfundados en los neoprenos. Hinchamos las cometas, tendemos las líneas, preparamos todo. Algunos paseantes nos observan curiosos y miran al mar, recelosos, asombrados de nuestra ocurrencia, de nuestra locura.
¿Les falta razón? El agua está brava, realmente. Hay una molesta ola orillera que forma una barrera a traspasar, y luego, dentro, montañas desordenadas empujadas por un viento medio que ronda los 20 nudos. Voy con la cometa "pequeña" de 9 metros, una cometa de olas que no es muy tirona, y a la que tengo cierto apego porque fue con la que aprendí.
Todo bien, paso la espuma y el choppy sin mucho problema, y decido seguir hacia adentro para ganar espacio y poder ceñir bien a la vuelta. Tiro y tiro y tiro. El viento sube y tengo que frenar un poco la cometa, le cojo el punto después de un par de pruebas.
De repente, afrontando una ola, llevo la cometa un poco más bruscamente que de costumbre hacia el cénit (para que me ayude a subirla), y me veo elevándome en el aire, por sorpresa, totalmente inesperado. MI PRIMER VUELO. No me asusto ni pierdo el control, llevo tiempo esperando esto, y si las condiciones hubieran estado un poco más suaves, yo mismo lo hubiera buscado adrede, que ya va siendo hora. La cometa me sustenta y me posa suavemente sobre el agua mientras yo la bajo rápidamente para que tire de mi y no hundirme. Todo sale a la perfección!!!!
Gran alegría me invade. Me parecieron tres o cuatro metros, así que sería uno y medio o a lo sumo dos. Esto es así. Esto es un deporte de sensaciones, y lo que importa es lo que uno siente, no lo que realmente es.
En un momento dado, veo a David que se acerca y me grita: "¡No te alejes tanto, vuelve, vuelve!". Atiza, miro y ya estaba casi en el Terramar y metido unos 400 metros para adentro, y sin darme cuenta. De modo que doy la vuelta y comienzo el retorno. La vuelta es diferente, siempre es diferente. El mar es así, y eso es bonito, obliga a que te adaptes constantemente. En este caso lo es porque la dirección de las olas influye mucho en la navegación con kitesurf. A la ida vas enfrentando las olas, escalándolas o aprovechando sus rampas para saltar. A la vuelta te ayudas de ellas, la cosa es más suave, puedes surfearlas y alcanzas gran velocidad si haces bien tu trabajo.
La cosa es no parar de divertirte, y si la cosa se pone chunga por tamaño de la ola o fuerza excesiva del viento, mejor salirse. Siempre.
Llego al Camarón sin problemas tras un larguísimo bordo, paro a descansar un par de veces durante unos segundos, suficientes para que la pierna trasera coja un poco de oxigeno y se refresque en el agua. hago cuatro o cinco mini bordos, me cruzo constantemente con las chicas (que van estrenando cometas, unos colores chulísimos, las tías van muy fuerte, Laura lleva once años dándole a esto) y con el maestro y David. Los otros se dedican a surfear por la orilla, recortando olas, carveando duramente y pegando grandes botes. Hoy era el día propicio para ello.
Sigo frenando la cometa, la cosa se pone más y más dura. Me veo un poco cansado, las piernas no responden como al principio, la rodilla izquierda me molesta un poco. Es el momento de acabar la sesión, de modo que, surfeando un par de olones me planto enseguida en la orilla mientras una pareja mayor se detiene a observarme, supongo que alucinando por ver a unos locos que luchan con el mar y el viento en las condiciones que había. Bajo la cometa y Víctor, que acaba de llegar, me ayuda. Han pasado unos escasos 40 ó 45 minutos, y me doy cuenta de que hice lo correcto al decidir salirme. Justo entonces la fuerza del viento sube y sube más y más. Se salen todos, se pone demasiado fuerte. Los más aguerridos cogen cometas pequeñas, de 5'5 y 7 metros, y siguen dándole: el maestro y Sergio con tablas de surfkite, cogen velocidades de infarto y recortan las olas lanzando salpicaduras y cortinas de agua al aire. Espectacular.
Un nubarrón se acerca, causando este desaforado vendaval. Decidimos dar la jornada por finalizada y recoger los trastos.
Nos ayudamos unos a otros porque el huracán dificulta el plegado de las cometas. La camaradería es evidente. Volvemos al chalet de Sergio, reducto de calma, a la protección del muro que lo rodea, con sus mangueras que usamos para enjuagar el material. Algunos se duchan y todo.
Hay que amar esto para hacerlo un día como el que ha pasado. Estoy cansado, pero muy contento por haber navegado con éxito en esas condiciones, porque eso curte mucho, se aprende a controlar y manejar con naturalidad, se crea la memoria muscular, se entrena, se endurece. Una vez vestido de persona, nos vamos a la cafetería de turno a tomar un colacao y una tostada para reponer fuerzas, se comenta alguna jugada, nos reímos, quedamos emplazados para la próxima.
Hoy tengo unas terribles agujetas, pero hasta me gusta, fíjense si soy raro.
Añadido: justo antes de cenar, de repente, me vino un flash. ¡El arnés! lo dejé colgado en el patio de mi casa secándose, y no olvidado en la Canaleta el sábado como había pensado. Menos mal, un gasto imprevisto como ese puede descuadrar las previsiones venideras de inversión.
Aquí, la prueba evidente de mi felicidad: