...gentileza de Juan Juan Puigví Manix
En la semioscuridad del garaje, con los ojos entornados; tratando de atisbar más allá de la neblina de los recuerdos, guiándose por las sensaciones, el abuelo, con movimientos lentos, sacaba brillo a cada centímetro del depósito, tapas laterales, carenado. Era algo que venía repitiendo últimamente y que había despertado la inquietud de su familia:
- “Papá, ¿sabes que el abuelo baja todos los días a limpiar la moto?”
- ¿No habrá encontrado las llaves? Sabes que le tenemos prohibido…
-No, no. Se pasa horas sacándola brillo y mirando el aceite y esas cosas.
-La verdad es que me preocupa que esté perdiendo la cabeza.
Conocía de memoria cada ángulo, cada arista, cada recoveco de la motocicleta. Los cansados ojos y sus incipientes cataratas, recorrían sin prisa en busca del más mínimo desperfecto la pintura y los cromados, ajustándose de cuando en cuando las gafas contra la nariz cuando las maltrechas vértebras, le recordaban que ya no era un chaval para andar doblando el espinazo. Se incorporaba trabajosamente, y dejaba volar la imaginación. Recordaba aquellos días de juventud en que los nervios no le dejaban dormir la noche antes de un viaje. Se despertaba varias veces temeroso de dormirse y llegar tarde, viendo como las manillas del despertador avanzaban más lentamente de lo habitual. Recordaba el fresco de la mañana en el lugar de encuentro con la pandilla, las primeras risas, los abrazos, las bromas de primera hora…Le gustaba ponerse el último, para ver la pequeña caravana que formaban las motos. Las manos entumecidas al principio, hasta que el día avanzaba y sentía el toque divino del sol en la espalda, ésta puñetera espalda que tanta guerra daba ahora.
- “Papá, nos vamos a la compra ¿quieres que te traigamos algo?”
-No gracias…bueno sí, si puedes tráeme un litro de gasolina.
-Para qué coño querrá este hombre un litro de gasolina. Un día va a pegar fuego al garaje.
Y seguía soñando despierto. Se acordó de aquella chica ¿Cómo se llamaba… ¿Rosa, Rebeca? No, Raquel, se llamaba Raquel. Que ojos más bonitos tenía, color miel muy claritos y que bien llevaba la moto. Me encantaba ver su coleta asomando por debajo del integral, y qué manera de sonreír… suspiró ¿Qué habrá sido de ella? El temporizador apagó la luz y le sacó de su ensimismamiento. Pausadamente, subió las escaleras.
El día, amaneció limpio, despejado. Uno de esos días de final de invierno, luminoso y no demasiado frio, en que el azul del cielo cobra un tono particularmente intenso.
- “Papá, ahora venimos. Vamos a recoger el cordero que encargamos ayer”. Te he dejado la gasolina que me pediste ayer en el armario metálico del garaje.
-Vale. A lo mejor salgo un ratillo.
- ¿Dónde vas, al parque?
-Si…al parque.
-Bueno, no vuelvas muy tarde.
En cuanto sonó la puerta, se dirigió al garaje. Encendió la luz y abrió un vetusto armario del que extrajo una percha cubierta con una funda de plástico, y una caja cerrada con un cordel. Con gestos propios de un Samuray, desenfundó la percha y descolgó, una veterana cazadora Garibaldi de grueso cuero negro y un pantalón del mismo material. Se enfundó en ellos reconociendo al instante el recio tacto, y ese olor peculiar que tiene la piel y que en tantas ocasiones le habían acompañado. La verdad, es que ahora cincuenta años después le quedaba un poco grande. Después, abrió la caja dejando al descubierto un casco Bell de fibra de vidrio también negro, y unos guantes, los viejos Furygan que le regalara aquella chica…Raquel, un día de su cumpleaños. Terminó ajustándose las hebillas de las botas, las Gaerne de toda la vida.
Después, rebuscó en un bote lleno de tornillos que escondía tras unas cajas llenas de trastos en la estantería metálica. Extrajo una pequeña llave al tiempo que decía en voz baja: “Ésta, no me la habéis quitado”. Vertió el litro de gasolina en el vacío depósito. A continuación, accionó la palanquita que desconectaba la batería, introdujo la llave girándola; High Beam, Turn, Neutral, Oíl, todas las luces del cuadro se fueron encendiendo. Grifo de gasolina en posición On. Una primera patada para buscar compresión y a la siguiente el bramido de los Lafranconi hicieron temblar el cierre del garaje.
Una vez en la calle, a rellenar el depósito y rumbo a la Morcuera. El cuero le tiraba por algunas partes, pero al llegar a Colmenar Viejo ya era su mono de toda la vida. La SS, como un reloj le obsequiaba con sus vibraciones que eran como un masaje que da una vieja amiga en las articulaciones atormentadas por la artrosis. Las nieves del puerto de Navacerrada se recortaban contra un cielo sin atisbo de nubes, en el velocímetro 130 KPH la carretera semivacía. Cuando llegó a Miraflores recordó la terraza ahora vacía, en la que solían parar tras la vuelta a los puertos. Tomó a la izquierda, y empezó el momento que tanto había estado esperando, que las prohibiciones de la familia le habían hurtado; no iba muy deprisa, pero si saboreando cada frenada, cada aceleración, cada inclinación, cada compresión de la horquilla, cada hundimiento del amortiguador a la salida de las curvas. No era cosa de caerse, siempre había tenido muy claros los límites que impone la conducción en carretera. En diez minutos estaba arriba. Contempló la mole de Peñalara, respiró el aire fresco de la montaña y tentado estuvo de bajar hacia Rascafria, pero pensó que ya era suficiente había que estar de vuelta antes que su hijo notara la ausencia.
Una hora después, la SS atronaba las calles de una urbanización de las afueras de Madrid, al tiempo que, en una vivienda cercana, se abría apresuradamente una ventana. Unos ojos color miel, muy claritos, se clavaban en un motorista vestido completamente de negro que aguardaba en el semáforo cercano.
- ¿Abuela Raquel que haces ahí asomada?
- El corazón se le aceleró:
Nada, juraría que…Pero no, no puede ser.
Tuvo el tiempo justo para guardar todo antes de que volviera la familia. El nieto bajó al garaje:
-Abuelo, que subas a comer
-Ahora mismo voy
Al pasar cerca de la moto, notó el calor del motor; durante unos instantes, nieto y abuelo se miraron hasta que un guiño de éste, dio por zanjada la muda conversación.
- ¿Que hacíais ahí abajo que habéis tardado tanto?
Al finalizar la cena, el muchacho quedó largo rato en silencio mirando a su abuelo.
¿Qué te pasa hijo que estás tan callado?
-Nada papá, me preguntaba que, ¿si apruebo todas me comprarías una moto?
-¿Queeeé?
Dedicado a los que ya no podemos ver, pero siguen estando con nosotros.