Estamos deseando que llueva. Y cuando por fin lo hace, la cosa viene de forma torrencial, abrumadora casi, inundante. Y lo digo literalmente. Los pinares se han convertido en una enorme laguna surcada por numerosos canales, y ciclar por ellos se vuelve una aventura que acaba con la paciencia, el calor corporal, y el ánimo del sufrido (en este caso) deportista, así como con la puesta a punto de la máquina, el velocípedo, que se queda sin grasa, sin parafina en la cadena, sin pastillas de freno.
Cuando todo chirría y cruje, y uno está empapado completamente, por salpicaduras y propias inmersiones en charcos, si no es por tu propio sudor, el feliz acontecimiento de salir a montar en bici se torna en algo dantesco y curioso.
Menos mal que por aquí ocurre poco.
Frío y niebla por la mañana, sol y buena temperatura a mediodía.
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