Corría el año 1989. Yo llevaba dos años disfrutando de mi Rieju RST 80 en el seno de una pandilla de adolescentes motorizados a base de RD80, TZR80, NSR80, DT80, Vespas y análogas máquinas de cilindrada acorde a nuestra edad y permiso de conducir. Comenzábamos a cumplir los 18 añitos (ainssss, qué tiempos, qué época, qué inocencia... qué todo!!!), y algunos teníamos gasolina en nuestras venas. Con la mayoría de edad y el acceso a latas de cuatro ruedas, la mayoría fue abandonando aquella afición a la velocidad, los piques callejeros, la adrenalina nocturna, la salvaje mezcla de libertad, alcohol, desenfreno, y gas, mucho gas, en pos de un picadero rodante que quizá aportaba más prestigio y atractivo frente a las chavalas de entonces. Como digo, eran otros tiempos.
La afición de los que resistimos sufrió un cambio, queríamos avanzar, subir algún escalón. Yo soñaba con una 600, una FZR que me desvelaba. Otros amigos tenían miras más elevadas, y alguno cuyo padre era además aficionado, consiguió estrenar el cenit, lo máximo, una EXUP. ¡Guau!
Yo me tuve que conformar con una RD350. Mi padre me la regaló, pensando (desde su ignorancia) que pasar de 74 a 600cc era un salto demasiado grande, y que una menos potente 350cc era lo más adecuado. Claro, el desconocía los cariñosos apelativos por los que era conocida la Yamahita: la viuda negra, la matapijos, el ataúd... que como pude comprobar con mi propia experiencia, no era para tanto, pero tampoco para menos.
Y es que, viniendo de una motillo de 12 cv, pasar a un "aparato" semejante al principio era un acojone. Con unos 60 cv declarados, motor bicilíndrico, y una clara diferencia de envergadura y peso, hubo que acostumbrarse a las maneras de la RD, sobre todo a la traicionera apertura de válvulas de escape alrededor de las 6500 rpm, que impulsaba con clara patada a una moto con suspensiones de chichinabo, neumáticos propios de una bicicleta (detrás llevaba 110 de anchura, lo recuerdo bien), y un chasis cuya tendencia a la flexión rayaba en lo ridículo. La moto, en suma, era una chapuza pura y dura, propia de la industria de corta/pega nipona. Era la época en que Bimota se forraba haciendo motos con estupendos motores japos y chasis dignos de dicho nombre. Cualquier parecido con la tecnología europea en cuanto a parte ciclo era cosa de risa, en serio. La RD montaba un doble cuna en finos tubos de acero de escasa calidad.
La moto, en cuanto le exigías un poco en curvas, apurabas medio fuerte una frenada, o apretabas el gatillo saliendo de curvas en marchas cortas, mostraba rápida y claramente sus carencias: se retorcía como una anguila que no quiere ser pescada, se descolocaba, era impredecible. Era odiosa si la conducción se tornaba verdadera y espirituosamente deportiva. Era peligrosa si querías mantener cruceros elevadamente ilegales, pues le encantaba aligerarse de la parte delantera y enseguida comenzaba la dirección a dar bandazos. Un poema, vaya.
Era la mía la última generación de una máquina cuya andadura comenzó en los primero años setenta, y la mía, como me hizo observar un tipo en un semáforo, era fabricada en Brasil (supuestamente con menos cv, aunque ni la ficha técnica ni las prestaciones medidas así lo reflejaran). Aquel revelador dato a mí me importó poco, pues ni pude nunca probar una made in Japan para comparar, y lo que andaba, sinceramente, me parecía más que suficiente.
Queda claro, pues, que en cuanto a ciclística, la RD350 era un jodido bodrio. Pero pasemos al motor, que no era moco de pavo, no. Después de ese modelo, Yamaha ya no fabricó ninguna otra moto equipada con motores de dos tiempos para carretera. Fue un canto de cisne, pero un canto chungo porque, sinceramente, no valía un pimiento, y puedo afirmarlo con conocimiento de causa. Viniendo de una humilde 74cc, al principio aquello parecía un avión. Sí, cada aceleración parecía impulsada por una bala de cañón. Su famosa patada, el tirón del YPVS cuando abría las válvulas de escape, era una pasada, adictivo y embriagador, tan divertido como mortal: mucho ojo con asfaltos deslizantes, suelo mojado, y pintura blanca de señalización horizontal.
Pero tenía su contrapartida: la carbonilla acabaría por atascar dichas válvulas y dejarían de funcionar con no muchos miles de km, gastaba gasolina y aceite como un buque, los recambios eran carísimos y tardaban una eternidad en llegar, y para colmo de males, una vez que hice uno de mis varios viajes de Sevilla a Huelva se quedó en sexta velocidad. Sí, llegué a Huelva y la palanca de cambio no se movía ni medio milímetro, y tuve que ir tirando de embrague saltándome varios semáforos hasta llegar a mi destino en el Colegio Mayor San Pablo, para colmo en la parte más alta de la ciudad. Seis meses tardaron en arreglarla en el concesionario oficial, que es el tiempo que tardó en llegar el eje secundario y un piñón del cambio, que se habían gripado incomprensiblemente. Tras la carísima reparación me deshice de ella de una vez por todas.
Ahora hay un resurgir de las motos ochenteras y noventeras, un movimiento "old school", que en verdad no es tan old, comandado por unos cuantos nostálgicos y seguido por una legión de jóvenes que nunca vieron esas máquinas ni en pintura, atraídos por su estética, color, olor... y precios, ya que las motos deportivas actuales son inalcanzables para una juventud que se ha anclado en un modelo de vida dependiente de contratos basura, mileuristas y con poca seguridad ni perspectivas de futuro. Y como todo lo que se pone de moda, surge la burbuja: en determinados modelos se ha creado un aura de mito y santo grial, otorgando características que nunca tuvieron, o sobrevalorando lo que nunca debió valorarse ni lo más mínimo. Ahora quieren vender una RD350 por 5000 euros si está medio qué, o por 3500 si hay que ponerla a punto. En ambos casos es más de lo que costaba nueva en su día, y te estarás llevando una moto que ya entonces estaba al final de su vida útil y era una herramienta totalmente obsoleta y desfasada, un producto de dudosa calidad por lo ya expuesto, y que era un quiero y no puedo para los que no eran capaces de acceder a una 600. Así de claro.
Sólo puedo comprender que alguien ensalce a "eso" por pura demostración de su propia ignorancia y atrevimiento. Una RD350 era y es una puta mierda, y el que no piense igual... es que no la ha sufrido.
Queda claro, pues, que en cuanto a ciclística, la RD350 era un jodido bodrio. Pero pasemos al motor, que no era moco de pavo, no. Después de ese modelo, Yamaha ya no fabricó ninguna otra moto equipada con motores de dos tiempos para carretera. Fue un canto de cisne, pero un canto chungo porque, sinceramente, no valía un pimiento, y puedo afirmarlo con conocimiento de causa. Viniendo de una humilde 74cc, al principio aquello parecía un avión. Sí, cada aceleración parecía impulsada por una bala de cañón. Su famosa patada, el tirón del YPVS cuando abría las válvulas de escape, era una pasada, adictivo y embriagador, tan divertido como mortal: mucho ojo con asfaltos deslizantes, suelo mojado, y pintura blanca de señalización horizontal.
Pero tenía su contrapartida: la carbonilla acabaría por atascar dichas válvulas y dejarían de funcionar con no muchos miles de km, gastaba gasolina y aceite como un buque, los recambios eran carísimos y tardaban una eternidad en llegar, y para colmo de males, una vez que hice uno de mis varios viajes de Sevilla a Huelva se quedó en sexta velocidad. Sí, llegué a Huelva y la palanca de cambio no se movía ni medio milímetro, y tuve que ir tirando de embrague saltándome varios semáforos hasta llegar a mi destino en el Colegio Mayor San Pablo, para colmo en la parte más alta de la ciudad. Seis meses tardaron en arreglarla en el concesionario oficial, que es el tiempo que tardó en llegar el eje secundario y un piñón del cambio, que se habían gripado incomprensiblemente. Tras la carísima reparación me deshice de ella de una vez por todas.
Exactamente como la que tuve |
Sólo puedo comprender que alguien ensalce a "eso" por pura demostración de su propia ignorancia y atrevimiento. Una RD350 era y es una puta mierda, y el que no piense igual... es que no la ha sufrido.
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