Me gusta leer. Mucho. A menudo llego a casa después de una jornada de ocho horas de trabajo que consiste básicamente en leer y escribir, y me cuesta, en mis ratos de ocio, volver a coger un libro. La capacidad de atención, la concentración, es algo muy variable de una persona a otra, y en un mismo sujeto se encuentra sometida a cambios relacionados con el cansancio, la edad, la enfermedad, el hastío o la motivación.
Aunque mis preferidos son los libros de ciencia ficción, como supongo habrán notado, he leído casi de todo (menos las 50 sombras de Grey, desde luego), no crean que esas novelas son tontas, inútiles o estériles. Antes al contrario, me gustan precisamente porque plantean muchas cuestiones filosóficas, escenarios sociales hipotéticos pero posibles, y a menudo hacen pensar. Y eso es bonito.
Para muestra, un botón, procedente de uno de los libros que leo actualmente:
Situación: se ha producido un crimen, y el inspector de policía interroga a un sospechoso:
-Ninguno de los dos es muy de fiar, ¿eh?
-¡Uf! -dijo Reich con énfasis-. Nosotros no
necesitamos leyes. Peleamos a cara descubierta. Sólo los cobardes, los débiles
y los malos perdedores se amparan en las reglas y el juego limpio.
-¿Y el honor y la ética?
-Poseemos el sentimiento del honor, pero es
algo propio., no esas presuntas leyes dictadas por un hombrecito asustado para
el resto de los hombrecitos parecidos a él. Un hombre tiene su propio honor y
su propia ética, y mientras no se aparte de ellos, ¿quién puede acusarlo? Quizá
no le guste la ética de ese hombre, pero no tiene derecho a llamarlo inmoral.
Powell sacudió la cabeza, tristemente.
Pues eso.
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