El desayuno es un momento importante en mi devenir diario, y creo recordar que alguna vez hice mención a ello por aquí.
Huyo de la compañía, que puedo aceptar si es estrictamente necesario y como cosa excepcional. La soledad, cuando es buscada, se convierte en algo placentero. Ese ratito de relajación, de olvidarlo casi todo, para mí no tiene precio. Me siento o me quedo de pie, según me venga en gana o me lo pida el cuerpo; pido un simple cafe solo, o con leche, o largo, o americano con hielo si el clima lo aconseja, y todo ello con o sin tostada. A la tostada, is háyla, le unto no siempre la misma cosa, y también va por rachas. Soy persona de costumbres, pero no tanto.
Y a veces, en contadas ocasiones (si fuera siempre entonces no me llamaría la atención), ocurre algo que supone un plus. Cosas como una conversación interesante entre el camarero y un jubilado que se queja de lo reducido de su pensión, una reunión de madres jóvenes que acaban de dejar a los niños en el cole y cuentan entre risas lo bien que lo pasaron el domingo en el campo, un zapato de tacón que remata un ajustado jean:
Siento que la instantánea no haga justicia al momento vivido, por desgracia. Me gustan los tacones, me gustan los pantalones ajustados, y me gustan las mujeres, no lo puedo evitar. La señorita estaba de espaldas a mí, no pude verle la cara pero tampoco importa con el espectáculo que me estaba dando con esa pequeña parte de su anatomía.
Me encantan los desayunos.
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