Apuro un café al final de la tarde, un brebaje que me ha sabido a gloria después de una comida copiosa, varios pequeños vasos de digestivo de origen italiano, y campo, mucho campo.
Siempre es un placer compartir un día de campo con los amigos, sobre todo en días perfectos como el de hoy, con mucho sol y buena temperatura, niños jugando, mayores riendo y compartiendo experiencias.
Y el café. Bendito café. Me gusta mucho, desde pequeño.
Apuro el tazón con pena porque se acaba. Pienso en muchas cosas. Es lo malo de esos momentos tontos, esos ratos raros en que pareciera que el tiempo se detiene infinitamente y pasan muchas cosas por la cabeza. Mi hijo pequeño reclama la atención de mi persona y salgo de mi ensoñación, pero un poso de algo que fue, de algo que pasó veloz, queda en algún rincón. Ya volverá, quiero suponer.
La tormenta de arena, de Dorian, suena en algún lugar no muy lejos, conduzco de vuelta entre curvas y pinos nocturnos.
Pepe duerme en el asiento trasero del coche. El limitador, mientras, revisa el Caralibro que no ha podido ver en todo el día, largo día. Queda demostrado que hay vida más allá de las redes sociales. Absolutamente.
Manu anuncia que el Madrid mete un gol al Betis al poco de comenzar el partido.
Vuelvo un poco atrás en el tiempo, hasta esta mañana, cuando a lomos de mi moto he rememorado viejos tiempos. Curioso eso de llamar así a algo que ocurría hace diez o doce años. Pero... ¡qué gran verdad es aquello de la relatividad del tiempo!.
Mientras tuve que levantar la visera del casco tras la subida del puerto de montaña llegando a Zalamea, para ventilar esa lágrima que asomaba a mis cansados ojos, no cabía mi corazón en el pecho, latiendo tan fuerte que pensé que rompía el mono de una pieza. Tal era la emoción que sentí.
La fábula del escorpión.
La vida da vueltas, y a menudo llegamos al mismo punto de partida. Días como el de hoy son el porqué me levanto a las 6:13 a diario.
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