Nuevo récord de desnivel positivo acumulado! |
Esta peculiar carretera que llega a El Madroño es perfecta para el ciclismo de ruta, bonita, solitaria, con paisajes hermosos, vegetación, y si la hora acompaña puedes cobijarte del sol. Pero reconozco que yo iba ya un poco cansado, por no decir bastante, y me tomé las subidas con calma. El calor apretaba tela, y aunque me quedaba bastante agua, yo nunca había hecho algo así. Los repechos, largos, a pleno sol, se me hacían eternos, no quería mirar hacia arriba, y agachaba la cabeza, me ajustaba la visera de la gorrita para que me tapara lo máximo de la cara con su escueta sombra. Una bajada inesperada me alegró un poco el trance, me endulzó la agonía, y alcancé a un coche que me había adelantado culminando la subida precedente, sacando rodilla como si fuera en una motocicleta, preguntándome donde estaría el límite del agarre de las escuálidas ruedas de una bici de ruta... espero no tener que encontrarme con ese límite nunca. Cruzamos un puentecito sobre la ribera del Jarrama, que viene de un embalse cercano con el mismo nombre, y comenzaría una de esas subidas que he hecho en moto varias veces sin ser consciente del desnivel, del esfuerzo, de la penuria, de preguntarme una y otra vez si podría llegar no ya a donde dejé el coche aparcado, sino siquiera a El Madroño, que quedaba a tan solo unos cuatro kilómetros escasos... Se me hacía eterno, interminable. No he subido tanto en mi vida, yo no esperaba esta dureza, este calor.
¿No querías ciclismo? Pues tomas dos tazas. Esto es ciclismo, esto es montaña, esto es la famosa y cacareada "épica del ciclismo". A mi nivel, claro está. Y creo que cosas así hay que hacerlas alguna vez para tomar perspectiva, aprender a juzgar las cosas desde otro punto de vista, y en definitiva acumular experiencia, aprender, saber.
Cuando llegué a El Madroño, saludé a un paisano, un viejito sentado a la sombra en su portal, que leía la prensa, y le dije "hola" con una sonrisa. Hace mucho tiempo leí en una revista que uno de los mejores recursos para luchar contra la fatiga era sonreír, y desde entonces siempre, siempre, siempre me acuerdo y lo practico. A mí me funciona. El viejito me devolvió el saludo, alegre. En el Bar Marcelo fui magníficamente atendido por quien supongo que sería Marcelo, con gran simpatía, que me preguntó cómo iba la ruta, y hacia dónde me dirigía, y se llevaba las manos a la cabeza cuando le comenté que aún tenía que llegar al Corumbel. "¡Con la que está cayendo, chiquillo!", me contestó. Tomé otra barrita, un café americano con hielo y un aquarius de naranja, y le pedí que me rellenara con agua fresca uno de mis bidones por favor. "Ahora mismo". Le dije "muy agradecido", y me contestó "a tí, siempre".
Sabía que ahora venía un buen tramo de bajada, con paisajes de esos que me gustaría ir parando para observar la belleza y magnitud de los bosques desconocidos de esta parte olvidada de la provincia. De modo que partí alegre y sonriente (de nuevo) hacia Berrocal, pero la estrecha carretera absorbería toda mi atención: curvas pronunciadas, muchas de ellas ciegas, con buen asfalto pues no hace mucho, quizá justo antes del confinamiento, fue renovado el firme, fuerte pendiente que hacía que la bici se lanzara en un santiamén, y guardarraíles que impedirían con suerte que no me despeñara por algún barranco. Una gozada para bajar en bici. Pensar en esos descensos es lo que me anima a subir. Todo lo que sube baja, y viceversa, en el mundo de la bicicleta, y con el tiempo y los kilómetros uno aprende a disfrutar también de las subidas (el reto, la lucha interior, romper límites, probarte, vencer), pero no hay nada como una buena bajada, conste.
La dicha bajada culmina con un pequeño paso sobre el arroyo Gallego, y como es norma, vendría la penúltima subida del día, dura a ratos, aunque breve, apenas 1'5 km, con el sol pegando en todo lo alto. Ahí fue el momento del día que más noté al Lorenzo, aunque nunca llegué a sentir al tío del mazo, sí tenía sensaciones extrañas en mi cuerpo: mucho calor, piernas vacías, ánimo menguante. Pero el planeta pedalier seguía orbitando bajo mí, el conjunto Trek Emonda-Pedro seguía tirando, y poco a poco llegué, por fin, a Berrocal, un pueblo que es una pura cuesta, con las calles vacías, un horno en esos momentos. Ahora tenía unos minutos de descanso, todo bajada hasta cruzar de nuevo el Río Tinto, recorriendo a la inversa lo que había hecho unas horas antes. Dejé volar la Trek mientras me agachaba y agarraba con ganas el manillar, tratando de oponer la mínima resistencia al aire que se había levantado, y para mi desdicha lo llevaría de cara en adelante. Todo se aliaba en mi contra, para mi pesar.
Nuevo récord de velocidad máxima!!! |
Llegados a este punto, sólo queda subir el último puerto del día, aquel que bajé al principio tan feliz, tan disfrutón, que tan bien conozco de rozar rodilla con la Ducati cuando lo recorro de otra manera, no más ni tampoco menos gozosa, sino diferente. Pero amigo, para arriba es otra cosa. Dos veces eché mano de bidón de agua para darme una pequeña ducha mientras pedaleaba con el 34*28 metido. Ya no había dolor, sólo quedaba una capacidad infinita de ir subiendo poco a poco sin quejarme (total, ¿para qué?), paciencia, calma. Hay que moderarse y no tratar de conseguir lo que uno, por edad y falta de preparación o forma no puede o debería.
Menos mal que el cómputo de los últimos 15 kilómetro sería en general descendente, la gravedad es una buena amiga siempre cuando uno va en bici. Hace unos días leí que lo que hemos llamado "fuerza de la gravedad" desde que Newton la enunciara, no existe como tal, sino que es una consecuencia del plegado del espacio-tiempo por culpa de la masa de los cuerpos. Bueno, sea como fuere, el plegamiento por razón de la masa del planeta me estaba ayudando a luchar contra el viento y el cansancio. No relataré en qué andaban mis pensamientos cuando notaba el aire frenándome, o llegaba a algún repechillo de treinta o cuarenta metros. Querer morirse no sería la expresión adecuada, porque yo nunca he querido eso salvo aquella vez en la habitación del hospital que... mejor no recordarlo ahora.
Llegué al Corumbel, llegué al coche, vivo y feliz. Agotado no, vacío. No recuerdo haber pasado por algo así en mi vida. Tuve que esperar un rato a tranquilizar pulsaciones, respiración, dejar que los humores de mi cuerpo fluyeran por sus recovecos, antes de llamar al limitador avisando de mi éxito y que partía pronto de vuelta a casa. Fue recogiendo poco a poco el instrumento de placer y tortura, llámese también bicicleta. Me cambié de indumentaria por otra seca y más adecuada para conducir, todo ello mientras el coche estaba ya arrancado y funcionando el climatizador. Treinta y cinco grados había en ese momento. La previsión meteorológica había fallado estrepitosamente y me había jugado una mala pasada, pero he resistido y soy feliz.
Ahora sé más de mí mismo, y eso me hace, sin duda, más libre.
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