lunes, 22 de enero de 2018

Porque...

El sonido, ese fantástico sonido del desmo de antes, ronco, grave, serio y, ¿por qué no decirlo?: viril. 

Una sinfonía de válvulas que abren y cierran como aurículas y ventrículos del corazón que conforman los dos cilindros en uve de la rubia italiana, mientras el viento acaricia las formas del casco, se desliza alrededor del cuero del mono. Alguna corriente fresca intenta alcanzar mi garganta o la nuca. Pero toda posible sensación de disconfort desaparece automáticamente cuando sobre las once de la mañana el Sol luce con la mejor potencia que puede ofrecer a mediados de enero, y las curvas hacen su aparición.

Algo rápido, algo sencillo, un mete-saca visto y no visto. Subir al cruce, la sempiterna Venta, punto de reunión de turistas domingueros y motociclistas de Badajoz, Sevilla y Huelva, donde tomo un café cortado (buenísimo, por cierto), y sin entretenerme mucho monto de nuevo y hago la ruta a la inversa, aunque añado un pequeño desvío de doce o trece km desde Valverde a Sotiel, y desde allí hasta enlazar con la N-435 por una revirada y bonita carretera prácticamente no utilizada. Fantástico. Bello. Sensacional.

Antes, al final de la subida del puerto de Zalamea, medio en sombra (humedad y frío, cuidado ahí), me obligo a parar para desorinar un poco. Los nervios, la emoción, el fresquito... qué se yo.
Cuando vuelvo atrás para echar la pierna sobre el sillín de la máquina, veo esta imagen, y me resulta curioso, pareciera talmente una auténtica autopista en lo alto de la montaña:


Una pena el mojón de cámara de mi celular datado en 2011. Pero es lo que hay. No sé, prefiero gastar el dinero en otras cosas, llámenme raro.

Raro, friki, sí, y sobre todo creyéndome aquello de que soy libre. ¿Será verdad?

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