viernes, 29 de diciembre de 2017
Conversaciones (I)
Y me asaltó una nueva duda. Y aunque traté de reflexionar sobre ello, mi limitada capacidad no me permitió llegar a ningún puerto. Y me aventuré, con todo el máximo respeto y fervor del que soy capaz, a preguntar al maestro, quien se encontraba en la postura del loto, con los ojos cerrados.
- El dolor –dije-, ¿es tan absolutamente necesario?
Sin abrir los ojos, con apenas perceptibles movimientos de sus labios, me preguntó a su vez:
- Dime, pequeño renacuajo que aprende a nadar, ¿qué te duele?
- Bueno, me dan punzadas en la espalda, aquí y allá. Y también la rodilla izquierda me molesta a veces…
- Ah, creí que te referías a otro tipo de dolor.
- ¿Acaso hay otros dolores?
- Me referiste dolores físicos. Hay solución para eso a través de la medicina, renacuajo de la charca, tanto la tradicional como la occidental. Lo dejo a tu elección. Pero, sí, hay otro dolor, mucho peor: el dolor del espíritu, un dolor interno que no se ve en las radiografías, que no puedes realmente localizar en ninguna parte física de tu cuerpo, por maltrecho y castigado que esté.
- ¿Sí? Bueno, si tal cosa existe, no sé si alguna vez lo padecí.
- Es cierto que muchísimas personas lo sufren a diario, pero no lo saben…
Pensé en ese momento que me estaba troleando. Traté de eliminar tal idea de mi mente, por lo que suponía de falta de respeto hacia el gran sensei. Casi lo conseguí.
No obstante, seguí indagando sobre este nuevo concepto que se abría ante mi poco lúcida mente.
- ¿Como cuando muere un familiar querido, maestro?
- Es un claro ejemplo, captas el concepto, aunque vagamente, me temo. Hay muchas causas que pueden originar el dolor interno, como me gusta referirlo. Asimismo, dicho dolor puede ser más o menos profundo, y también poco o muy duradero. Es un proceso largo, y se necesita tiempo y experiencia para identificarlo y superarlo, porque ese dolor del espíritu, por llamarlo de alguna manera y que tu mente en formación pueda comprenderlo, hay que aprender a reconocerlo, a tratarlo, a superarlo o, en algunos casos, saber cómo terciar con él, como hacerlo tu compañero por una temporada, o por toda una vida. Incluso puedes llegar a apoyarte en él, beneficiarte, aunque te suene extraño y contrario a toda lógica.
- Oh, ¡es terrible esto que ahora me descubres!
- ¿Por qué te azoras, simple ameba de caldo primigenio? Sin duda, debes estar atacado por algún tipo de dolor del alma, por llamarlo de alguna manera y que tu mente en formación pueda comprenderlo. Cuéntame qué es lo que te aqueja, y trataré de consolarte.
- Mi gran enseñador, amo de mis pensamientos, adivinador de intenciones, tu sabiduría me deja sin palabras…
- Vamos, déjate de idioteces, suéltalo ya –me espetó bruscamente-.
- Verá, oh, Gran Ojo que Todo lo Ve: lo que más dolor me causa es la actitud de mis semejantes.
- Explícate.
- Bueno, observo que quienes me rodean desprecian lo que yo amo, por ejemplo, y eso me entristece. Y creo que la tristeza es un tipo de dolor.
- Estás en lo cierto, y veo que no eres tan lerdo –y en ese momento abrió los ojos y fijó su penetrante y acerada mirada en mí-. Debes saber que no todos pensamos igual, ni tenemos los mismos objetivos vitales, los mismos intereses o, simplemente, iguales quehaceres. No puedes pretender que los otros te comprendan, pero sí debes pretender, y lograr, comprender a los otros. Cuando te metas en sus mentes, cuando aprendas a leer sus vidas, cuando seas capaz de ponerte en su lugar, podrás asumir y, en definitiva, aceptar. La aceptación es importante, fiel seudópodo de un organismo unicelular, para ser feliz y no sufrir dolor.
- Ah, sí, esto me recuerda a aquello que dijo Confucio, ¿cómo era?
- ¿Confucio? ¿Confucio? Pero ¿qué manera es esa de referirte al Gran Confucio? ¡Jamás dejarás tu estado de ciega lombriz, impertinente y descarado ser!
Agaché la cabeza fijando la vista en el suelo, humillado y, porqué no decirlo, afectado por las duras palabras del maestro. De mi boca sólo pudieron salir las siguientes balbuceantes palabras:
- Ruego el más implorante de los perdones, oh, sabio maestro, no soy más que el escupitajo de un buitre que regurjita la bilis del putrefacto hígado de la carroña más seca.
- Está bien –aceptó, satisfecho-. El aforismo es el siguiente, y grábalo a fuego en tu desusada neurona, pues debe iluminar tu camino. Siempre.
- ¡Estoy preparado! –exclamé, dándome cuenta inmediatamente que ese exceso de entusiasmo podía perjudicarme a los ojos de Aquel que Todo lo Sabe-
Me miró de reojo girando un poco la cabeza hacia un lado, cerró sus párpados, se levantó lentamente, desentumeciendo sus tobillos y rodillas –pues llevaba siete horas, cuarenta y nueve minutos y treinta y tres segundos en padmasana-, juntó las palmas de sus manos a la altura del pecho, y muy muy muy serio por fin dijo:
- Ten fortaleza para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no puedes cambiar, y sabiduría para entender la diferencia.
- ¡Oh!
Se giró y, sin decir una sola palabra más, comenzó a bajar lentamente la montaña hacia el monasterio.
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