miércoles, 15 de febrero de 2017

La visera

Cuando se cierra la visera es como pasar a otra dimensión. El mero hecho de ponerse el casco es un paso hacia una situación de aislamiento a la que hay que acostumbrarse, pero al menos, mientras la visera está abierta, hay más sonidos, más aire, más calor en verano y más frío en invierno.

Y uno comienza a avanzar, meto segunda, cierro la visera con un "clack", y me meto en una burbuja. Otro universo, otras sensaciones.


Con el tiempo se desarrolla una especial sensibilidad, y soy capaz de percibir cosas que en un principio no parecen ocurrir. Al final, con el paso de los años y los kilómetros, se llega a un punto en el que no sería capaz de ir en moto sin casco.

Cerrar la visera es un acto serio, una declaración de intenciones. Tanto como enfundarte un mono de una pieza, o ponerte los guantes con los nudillos reforzados, o esas botas con protecciones de titanio. 

Al final del paseo, una vez guardada la máquina, esa maravilla técnica que doce años más tarde sigue ofreciendo singulares sensaciones, una vez que me he cambiado de ropa por algo más cómodo, llega el momento de limpiar la visera y la calota del mosquitocidio perpetrado, efecto colateral de la acción combinada de la velocidad y las temperaturas agradables. Nada nuevo.

Por lo demás, un café cortado de intenso sabor me tomé en la venta del cruce de Santa Ana, momento intermedio de disfrute entre curvas y el puerto de montaña de Zalamea que he recorrido una y cien veces. O más.
Ya nos entendemos mejor la rubia y yo. Sigo sin bautizarla, aunque para qué. Nunca fui de poner nombre a objetos inanimados, la rubia es lo que es: un instrumento para el placer, visual y físico, un útil onanista sin más. 
Si cuando voy con ella formamos uno, ¿se puede decir que formamos un ciborg? ¿Un simbionte quizá?

No debo dar tantas vueltas a las cosas seguramente. Es posible que centrarme en simplemente vivir esos momentos al máximo sea suficiente. Al menos es plenamente satisfactorio.

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