Disfruto cada segundo que paso en su compañía. Mi padre es el único con el que puedo tratar ciertos temas, y no sé si a él le pasa lo mismo, dada la pasión con que defiende sus hipótesis. Es cierto que, a pesar de su edad, sigue teniendo mucha vitalidad y pone tremenda pasión en todo lo que hace, cosa que le envidio y admiro.
El día de Navidad tuvimos una charla, que fue, como casi todas, la continuación de otra que tuvo lugar la noche anterior. Y así en un encadenamiento de sucesos, fruto de la Ley de la causa y el efecto, a la que él recurre como justificación última de la existencia de Dios.
Yo, claro, no comulgo con eso, y lo digo en todo su sentido literal, pero también en el figurado, si se me permite la alusión jocosa.
Fuimos sorprendidos mientras paseábamos por su cuidado jardín, hablando sobre el bien y el mal, y el origen humano del concepto, cosa que yo defendía. El, y no sé cómo ni porqué, no está muy de acuerdo, aunque al menos le hice dudar y me confesó, horas más tarde, que sigue dando vueltas al tema del mal.
Yo le contesté que no le dé tantas vueltas, que está todo escrito y que es algo muy viejo y manido.
El momento de la diatriba:
Una vez avisados, saludamos alegremente:
Ah, mi padre. Todo lo que soy se lo debo a él. O casi todo.
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