Tras este brevísimo apunte etimológico, paso a hablar, de nuevo, de esta fantástica herramienta puesta a nuestra disposición desde tiempos ancestrales. Y digo bien lo de herramienta, ya que aunque la idea general en Occidente es de que el yoga es un modo de vida, algo esotérico o místico, en verdad, por lo menos en cuanto a mi experiencia personal, le atribuyo un carácter instrumental por encima de todo.
Ya conté en éste, mi bloc, hace años, mi modo de entrar en el amplio mundo del conocimiento del yoga, a través de mi siempre querido guruyi, Carlos Serratacó, persona a quien, por encima de todo, aprecio y admiro mucho.
Mi limitador de velocidad ya llevaba un par de años disfrutando de los beneficios de sus enseñanzas, cuando una lumbalgia que me tuvo inhábil muchos días me precipitó en esa profunda sima de sabiduría de origen oriental. El fortalecimiento, relajación, higiene postural de la espalda, fue el principal objetivo, y fue conseguido rápido mientras yo me maravillaba con los logros y el sistema.
Leí mucho sobre yoga y sus corrientes, e incluso alguna biografía de maestros famosos y sus trayectorias. Pronto descubrí las diferentes ramas, que no todos los yogas son lo mismo, como tampoco lo somos las personas y los maestros, y que hay tantas formas de practicar esta disciplina (por llamarla de alguna manera) como practicantes.
Mi carácter intrínsecamente escéptico me distanciaba bastante del lado más meditativo o espiritual del yoga, pero para mi sorpresa, la práctica del lado físico me llevó, casi sin darme cuenta y sin apenas transición, a esa otra variante donde el estudio del yo, el silencio, la observación y la paciencia, son elementos tan importantes como complementarios, indisolubles e imprescindibles, como se me fue desmostrando día a día.
Con el yoga me ocurre que necesito tiempo. Tiempo para pensarlo, para practicarlo, para recrearme... y no siempre encuentro ni los minutos, ni la ocasión, ni la predisposición anímica.
Pero acudo a él. Tarde o temprano lo hago. Me es imposible, sobre todo cuando llevo un par de días sin hacer ningún ejercicio físico, resistirme a la necesidad imperiosa de encadenar una serie de asanas en modo Saludo al Sol, o extender la esterilla y lanzarme a posturas más elaboradas y pensadas, buscando los contrarios, los complementarios, el refuerzo de lo débil, o la sanación de lo dolorido. Y siempre con éxito. Nunca me ha defraudado el yoga.
Me tengo por persona observadora, y disfruto comprendiendo y desintrincando el porqué de las cosas, y el yoga es un gran templo abierto de par en par para la investigación. Es fácil tener resultados pronto, y potenciar lo débil de tu cuerpo, incluso de tu mente. El yoga me lo ha demostrado.
Una simple rutina de menos de cinco minutos ha acabado en tres o cuatro días con el dolor en mis hombros causado por una tendinitis que arrastro desde hace años y que, periódicamente, hace su aparición. Cinco minutos al día. Increíble. El yoga ayuda a elongar músculos y tendones, dar flexibilidad a las articulaciones, favorece el riego sanguíneo por zonas concretas, relaja y tonifica.
Hay posturas (asanas) para todo lo imaginable, y el yoga terapéutico es algo maravilloso que, en mi caso particular, me ha ayudado mucho en los últimos años.
Para mi dolor de hombros:
Postura del águila |
Perro boca arriba |
Perro boca abajo |
Variación de flexión hacia delante |
La silla |
Se me ocurren sobre la marcha algunas más que iré añadiendo o sustituyendo según la ocasión. Todas realizadas con cuidado, siempre escuchando a tu cuerpo (esto es una de las cosas más importante, y parte fundamental para el autoconocimiento).
En verdad, en el fondo, no me gusta mucho hablar, y menos escribir, sobre el yoga. Principalmente porque hay muchísimo escrito ya y poco puedo aportar yo. Pero quiero reflejar aquí mi aprecio por esta fuente de conocimiento, mi agradecimiento a todos aquellos maestros y practicantes que durante siglos han ido puliendo el sistema, dando forma, y enseñando.
Gracias. Gracias. Gracias.
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