Me tengo por un ecologista activo, a diario practico elementales procedimientos atinentes a resolver un poco, en la medida de mis humildes posibilidades, las barbaridades que veo a diestro y siniestro, los hechos perpetrados por mis congéneres insensatos e irrespetuosos con el medio en el que nacemos, nos desarrollamos y queremos que nuestros descendientes sigan habitando.
Amo a los perros. Entre otros.
Y me quedo perplejo cuando me ha llegado por email una petición de change.org
Es una especie de fundación o asociación, espero que sin ánimo de lucro, que se dedica a luchar por pequeñas cosas, y lo hace mediante la recogida de firmas por internet. Regularmente me llegan peticiones en las que cuentan una situación y a continuación te piden que les apoyes mediante la firma de una propuesta.
La mayoría de las veces no son cuestiones que me interesen, bien por lejanía, bien por no estar de acuerdo ideológicamente. Otras veces, las menos, raramente, firmo.
Hoy me ha llegado esto:
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Bueno, obviamente los cánidos no tienen la culpa de nada. Alguien los separó del acogedor calor materno y los metió de llenó en el seno de una familia humana, habitualmente confundiéndolo respecto a sus costumbres, etología, prioridades y necesidades físicas.
Estoy convencido, y así lo he dicho por aquí más de una vez, de que el uso lleva al abuso, y el abuso lleva a la prohibición. Lo veo a diario en muchos aspectos de la conducta humana.
Como quiera que está de moda tener perro, incluso en las ciudades (que obviamente no es el entorno más adecuado para que ningún animal viva, salvo el ser humano), cada vez hay más y más perros. Y no a todo el mundo le gusta eso.
Los dueños de los perros tienen que comprender que a tu vecino puede que no sólo no le gusten los perros (ni los gatos, ni los canarios, ni los ruidosos loros, ni...), sino que puede que le den miedo. Sí, es curioso, hay gente que tiene miedo de ese pastor alemán, el bóxer, el staffordshire, el dogo. Sobre todo si van sueltos y sin bozal. Un niño pequeño puede asustarse, y no querer salir a jugar al parque que tiene frente a su casa porque es frecuentado por dueños que dejan a los perros sueltos, defecando y orinando a sus anchas. Los padres del niño también pueden tener miedo.
Llegamos a ver, en ocasiones, verdaderos casos de salud pública. Yo mismo, que vivo en el centro de mi ciudad, a menudo bajo por mi calle esquivando mierdas de perro en lo que se ha llegado a convertir en un campo minado de heces, con total abuso, desprecio, y en un absoluto sinsentido por parte de los dueños de estos animales. Claro, no sé quién es más animal.
Llámenme raro, pero no me gusta esto. No me gusta tener que vigilar constantemente dónde piso, no me gusta que el solar que tengo frente a mi casa sea el cagadero del barrio, no me gustan los ladridos a deshora, no me gustan los dueños que defienden la libertad y los derechos de su perro por encima del de sus vecinos, sus congéneres humanos. No me gusta que el Ayuntamiento que yo alimento con mis numerosos impuestos haga oídos sordos a estas quejas, y tenga una indolencia absoluta frente a este asunto. No me gusta tener que quejarme. Nunca. Pero la situación es la que es.
Por eso, puedo comprender a una persona que, harta de todas las cosas que no le gustan sobre los perros, o más bien de sus dueños exentos de la más elemental educación, ausentes del respeto a las más simples normas de urbanidad, haya decidido tomarse la justicia por su mano, poner una solución. Muerto el perro se acabó la rabia, dice el refrán. Refrán muy antiguo en esta nuestra Hispanistán querida, cada vez menos querida.
Ahora vendrán los lamentos, los lloros. Era tan bueno, tan bonito, me hacía tanta compañía... ¡Sólo le faltaba hablar! Suspiran ahora, tristes y enrabietados los viudos perrunos.
Que se jodan.
Que hubieran limpiado las cagadas, llevado amarrado al perro, educado convenientemente, silenciado de madrugada, lavado y desparasitado. Y otro gallo les hubiera cantado.
Amén.