Hoy, prácticamente cuando el calendario ha marcado un mes desde el incidente, uno de los meses más largos del año en general, y de mi vida en particular, hoy he hecho acopio de valentía y pundonor, he bajado los nueve escalones que separan la calle de mi hogar, y me he dejado llevar en una silla de ruedas prestada por alguien a quien ni siquiera conozco.
Mi limitador era la conductora-guía, y el recorrido tampoco es que haya sido una maratón, pero sí suficiente para mí, que llevo tanto tiempo sin ver la luz del sol. Un clima magnífico ha ayudado a que rápidamente oleadas de placer inundaran mi ser. O sea, vamos a ver, tampoco ha sido orgásmico, pero sí me he sentido muy bien.
Mientras el limitador compraba algo en la frutería y luego en la mercería, yo me colocaba cara al sol, tal un lagarto en temporada. Los ruidos de la calle me han llegado nítidos, los olores de la ciudad, las voces -a veces escandalosas- de mis congéneres, de mi prójimo, me han ensordecido en algún momento. Pero al prójimo hay que amarlo como a uno mismo. Ja.
De vuelta, hemos parado en el bar Ziaro, donde me he tomado muy gustosamente una cerveza y una tapa de ensaladilla. Lamentablemente, cuando llevaba aproximadamente una hora sentado en la silla, he comenzado a sentirme incómodo, molesto, dolorido. Era algo previsto, no me ha cogido por sorpresa, de manera que hemos levantado el campo rápidamente, y mi querido limitador ha podido comprobar en sus carnes lo duro que puede ser empujar cuesta arriba a un lisiado.
Al llegar a casa me he tenido que acostar un rato, para calmar la pierna, y he podido pensar y meditar sobre la experiencia que, si los elementos son propicios, repetiré en cuanto pueda.
Aquí les dejo la prueba pictográfica fehaciente, y les ruego se abstengan de hacer comparaciones con personajes fallecidos, paupérrimos y otras gracietas al uso, que el horno no está para bollos:
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