¡No seas nenaza! Tal frase, tan bonita y expresiva, tan misógina, tan despreciativa y ofensiva ella, me fue espetada en toda mi cara en dos ocasiones durante mi estancia en la 320 del HUVR de Sevilla.
No sé si alguno de ustedes sabe lo que es una vía, o han tenido alguna vez puesta alguna, pero aclararé que es un minitubito o catéter que se introduce en una vena del brazo, generalmente cerca del pliegue del codo, o en la muñeca. Este tubito tiene un sistema de racores a los que se conectan botes de perfusión que gracias a la fuerza de la gravedad logran introducir en nuestro cuerpo lo que haga falta, siempre que se trate de líquido, por lo común suero, glucosa, antibióticos, analgésicos, hierro, sangre o lo que haga falta.
Pero ocurre que, con el tiempo, el paso de los días y los litros de líquido, el cuerpo humano, que a veces es sabio, nota que hay algo ahí, algo extraño, y trata de taponarlo mediante la coagulación o algún proceso similar. Entonces hay que "limpiar" o "desatascar" la vía, proceso consistente en, jeringuilla mediante, meter un chute más o menos enérgico de suero a través del racor, que arrastre el coágulo o lo que quiera que lo tapone. Claro, como todo, hay métodos y métodos, y dicho desatascamiento puede ser más o menos suave, más o menos rápido, más o menos delicado. A mí me lo tuvieron que hacer varias veces en las distintas vías que tuve, pero la última de ellas tuve dos especialmente crueles, una en el quirófano para la segunda operación, donde el doctor Manzano, el anestesista que me tocó, no se anduvo con chiquitas al notar que sus botes no se vaciaban al ritmo que a él le gustaba, pero como yo iba ya medio drogado perdido, tampoco lo dí más importancia.
Al día siguiente, por la noche, pedí un poco de analgesía al enfermero de turno, al que habíamos bautizado como "Robocop" en un alarde de originalidad -después supe a través de una auxiliar que ese era su verdadero mote en el hospital, juas-, me hizo una limpieza de vía un poco más bruta de lo normal. Dicha vía se situaba en la mano derecha, en el dorso, algo como esto:
En fin, que Robocop me insufló tal jeringazo que los dedos de la mano se extendieron espontáneamente en un gesto que parecía provocado por una corriente eléctrica... ¡Menuda sensación! Y claro, tuve que exclamar "JODER", y miré mal al enfermero, quien me contesto con una media sonrisa en una mueca torcida de malo de película, se lo juro, me dijo "vamos, no seas nenaza", lo cual, como supondrán, me tocó mucho los huevos. El hijo de la gran puta.
A los cuatro días, en mi fase final de estancia en la 320, después de que ya me hubiera sentado en el borde de la cama un par de veces y todo, y viendo el alta hospitalaria al alcance de la mano, entraron Pablo -un doctor joven, traumatólogo, amigo y vecino de mi hermana María del Mar- y su compañero al que conozco por Doctor Rodríguez -que formó parte del equipo que me practicó la primera intervención, un joven modernito con sendos zarcillos en sus pabellones auditivos-. La visita era ello, una visita, cosa que Pablo, que no me había operado pero que hacía un seguimiento exhaustivo de mi caso, hacía cada vez que podía para ver cómo me encontraba, y me daba algunas explicaciones y consejos. El doctor Belascoaín, que fue el que me puso el clavo había pasado más temprano y se fue bastante satisfecho de cómo iban cicatrizando las heridas que él mismo me había hecho.
De modo que Pablo, situado a mi izquierda -mientras el Dr. Rodríguez se había puesto a la derecha de mi cama-, me iba hablando, y se le veía bastante animado y parlanchín. Es un tipo simpático y muy animoso, agradable y a todo el mundo cae bien. Y me dijo que a ver, que doblara la rodilla lo máximo que pudiera, y yo, allí semitumbado, haciendo un gran esfuerzo, la verdad, doblé como unos treinta grados de mierda. Y Pablo me decía "¿sólo eso? Así no te vamos a dar el alta", y yo "no puedo más, estoy a tope", y la verdad es que lo estaba, había una barrera ahí, en mi rodilla, un muro que impedía que mi talón retrocediera un solo milímetro más hacia mi culo. ¿Que no?, juas juas, y automáticamente, en una coreografía orquestada y sin duda ensayada y practicada con multitud de pacientes anteriormente, Pablo y Rodríguez, cada uno por un flanco, me agarraron el muslo por un lado y el tobillo por el otro, y doblaron brusca, fuerte y bestialmente la pierna.
La sensación fue indescriptible, y tendrán que perdonarme una vez más que no tomara foto ni video del momento. ¿Recuerdan la peli "La Máscara", cuando a Jim Carrey se le salían los ojos de las órbitas al ver al bombón aquél en el club nocturno, como si fuera un dibujito animado? Así, exactamente así se me salieron los ojos de las órbitas mientras gritaba cosas que no recuerdo claramente, algo como "jooooooder, quiiiiiillloooooo, me cago en..." Literalmente, la rodilla iba a estallar, y me parecía realmente que la 320 se iba a llenar de trozitos de pierna de Peter Wash en una explosión inevitable. Y los tíos ahí, apretando con todas sus ganas, y yo no me lo podía creer, en serio, era algo surrealista. Todo esto con mi compañero de dolores Alfonso, del que ya hablé hace unos días, su esposa, mi madre, una visita que había venido a verme, y un tercero que acompañaba a los doctores referidos. Y justo en ese instante, justo en el punto álgido, en la cima del sufrimiento, en el cénit del dolor, me soltó Pablo aquello de "¡no seas nenaza!".
Por fin me soltaron, y noté que mi cuerpo se hundía en el colchón, repentinamente sudoroso, agobiantemente dolorido, jadeando, con la boca abierta en busca de un oxígeno que pulmones atrofiados eran incapaces de asimilar.
Y Pablo insistía en que me tenía que esforzar más, que no estaba haciendo nada de nada, que todo era por mi bien, y se disponía a ejecutar la maniobra de nuevo. Como quiera que a lo mejor viera que yo cerraba mis puños con clara intención de partir mis nudillos en sus caras, parece que recularon un poco. Les dije de todo, que aquello no era ético, que ellos estaban para eliminar mi sufrimiento y no para provocar más, que así no se hacían las cosas, que me podían haber hecho pupa y esas cosas. Lo dicho, una jodida nenaza.
Bueno, hoy puedo decir que, gracias a las enseñanzas de Pablo y su insistencia de que tenía que trabajar al límite del dolor y más allá, hoy, tres semanas después de la operación ya casi doblo completamente la rodilla. Estoy deseando verlo y contárselo.
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