Durante mi breve estancia en el hospital Barlovento de Algarve, compartí habitación -de la que nunca supe el número de la misma, ni la planta del hospital en que me hallaba, tal era mi estado- con dos personas a la vez: un joven recién operado del tobillo que lo pasaba bastante mal por la noche, y un viejito que cada vez que respiraba parecía que fuera a ser la última. Ese pobre diablo no respiraba, practicaba estertores, apenas podía hablar, y además estaba medio sordo porque las enfermeras -sin bigote- le daban unas voces cojonudas. Poco más puedo decir de aquellos compañeros del área de ortopedia, que es como allí llaman a traumatología.
Cuando llegué al Virgen del Rocío empezó lo bueno. Aparte de que fui operado en el ipso facto nada más entrar por la puerta, cuando me llevaron a la que sería mi jaula durante dieciséis días, la 320, fui recibido con gran alegría y casi alboroto por Curro El Veo. ¡Qué grande Curro, sí!
Curro es un señor de 75 años al que acababan de poner una prótesis en la rodilla, y desprendía vitalidad por todos los poros de su cuerpo. Le encantaba el Diario de Patricia, el programa de Juan Imedio, y la serie Arrayán. Yo, por supuesto, no sólo permitía que viera tales engendros televisivos, sino que además los patrocinaba gustosamente. Jamás lo escuché quejarse, antes al contrario, bromeaba constantemente y le tiraba los tejos a las jóvenes enfermeras en prácticas. Normal: tenía una bomba de morfina directamente enchufada en la femoral. Flipa. A veces, viendo que me retorcía en la cama, o que yo resoplaba un poco y trataba de mover la pierna para cambiar la postura, me preguntaba "¿te duele?", y fuera cual fuera mi respuesta, indefectiblemente añadía "pues a mí nada de nada, estos médicos son muy buenos". En su total inocencia ni siquiera sabía lo que tenía colocado en la pierna. Dicen que cuanto menos sabes, más feliz eres, y en el caso de Curro puedo aseverar que se cumplía la máxima. Una mañana mi esposa llegó con la prensa diaria, y le ofreció un periódico a Curro, y éste le contestó "pero si yo no sé leer, hija mía". Y a mí me maravillaba, porque se pasaba el día contándome aventuras y anécdotas de su vida una detrás de otra. Todo lo que aquel hombre ha vivido sin saber leer ni escribir, es alucinante. Es un hombre que se ha dedicado al campo toda su vida, y tuvo la suerte de pegar un pelotazo vendiendo un terrenito hace ya muchos años. Le encanta la caza, pero como ya tiene una edad y yo creo que a lo mejor no ve ni medio bien, entregó los "papeles" de las escopetas y ahora caza liebres con sus amados galgos, a los que enseña desde cachorros, y a veces se los roban -eso es porque son buenos, no cabe duda-. Se construyó un buen chalet en una parcela a las afueras de Utrera, y por la descripción que me hizo tiene que ser un poco JesulíndeUbrique Style: mármoles a tutiplén, escaleras, balaustradas barrocas, y una escalera interior de caracol para acceder a la segunda planta. Ahora, como está jodido con la rodilla, y a su mujer, su Carmen -que no cocina, sino que dibuja los platos, textualmente dixit-, está recién operada de la cadera, se ve obligado a venderlo para buscarse algo de planta baja. "¿Tienes piscina, Curro?", le pregunto, y me dice "piscina no, una playa parece aquello". Qué grande, qué grande, madre mía.
Curro el Veo tiene cinco hijos, nueve nietos, y un biznieto en camino -de un penalty de su nieto mayor, que ha dejado preñada a su novia de 17 años, ahí es nada-. Pero sólo estuvo por allí su hijo Manolo, recientemente viudo, un hermano, el nieto de la discordia, y dos cuñadas cotorras e impertinentes a las que trató de manera caballerosa y galante, por supuesto. Después de darle el alta me llamó un par de veces para saber cómo iba yo evolucionando. Está pendiente una barbacoa en su campito cuando yo esté recuperado.
Fuese Curro, y a los dos días llegó por la mañana José Roberto, un señor entrado en la cincuentena, al que operaron a mediodía de su rotura de dos manguitos rotadores del hombro derecho. La vuelta del quirófano fue un poema, imaginen ustedes, por favor, ese hombre postrado muy dolorosamente, con el ceño fruncido y los ojos apretados, sujetándose el brazo malo con el bueno, rodeado de catorce familiares. Yo en mi cama, y mi madre en un rinconcito, viendo atónitos cómo esposa, hermanos, cuñados, hijos, novias de los hijos, algún primo, rodeaban la cama de José Roberto quitando toda posibilidad de que el oxígeno llegara a sus pulmones. Y ese era el plan, por lo visto, estar allí, de pie, sin hacer ni decir nada, mirando impasiblemente al pobre hombre. "Te duele mucho, verdad?", repetía una y otra vez su mujer, de cuyo nombre no me acuerdo.
Al día siguiente, después de que José Roberto no pegara ojo, ni dejara a los demás pegarlo, le dieron el alta y se fue sin siquiera despedirse.
Otro par de días, y una tarde se incorporó a la 320 un treintañero llamado Oliverio. "Sí, pero llámame Oliver, por favor", me dijo. Era el típico poligonero, oriundo de la barriada de San Pablo, o sea, más poligonero imposible, pero un buen chico, con su trabajo estable, avispado, ocurrente, y con un humor ácido y a veces negro, rayando en lo inglés, por lo que congeniamos estupendamente. Se quedaba a cuidarlo su novia Ana, una chica guapísima aunque demasiado delgada, o bien su madre, Elena, una curiosa señora con el don de la videncia. Verídico.
Oliver, como buen poligonero, es aficionado al fútbol, y encima, además sevillista. Me tuve que tragar dos o tres partidos de Champions y de liga, pero tampoco fue muy grave. Me dejó muy buen sabor de boca, porque era especialmente sensible al dolor ajeno, concretamente al mío, y rogaba a las visitas que bajaran la voz si me veía un poco jodido. Le operaron del ligamento cruzado interno, que se rompió jugando, como no, al fútbol, y le dieron el alta a los tres o cuatro días. La verdad es que con él me reí bastante, y eso siempre se agradece cuando llevas tantos días tumbado boca arriba, sin cambiar de posición.
Otro utrerano, de nombre Alfonso, fue el siguiente fichaje. Este hombre de 44 años iba a ser operado de la cadera, le iban a poner una prótesis en la cabeza del fémur. De él no puedo decir gran cosa, pues era más reservado que los demás, aunque educado, eso sí. Su esposa Trini le acompañaba, pero no llevaban bien lo de estar allí encerrados, y padeció grandes dolores tras la operación que le dieron la noche. Y a mí, claro. Bueno, uno aprende a convivir no sólo con su propio dolor, sino con el de los demás también. Así es el día a día en el hospital.
Esta vez, el alta me lo dieron a mí, conque no sé si remitieron los terribles dolores de Alfonso o no.
Siento no poner placas positivadas a modo de imágenes virtuales de los personajes citados, pero la Ley de Protección de Datos va cerrando el círculo cada vez más. Esta entrada a algunos les parecerá un poco rollo, supongo, pero creo que es indispensable para comprender un poco mejor la idea global de la estancia en la 320.
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