Sí, sí, al menos para mi. Jamás acometí empresa igual, y mucho menos sin tener obligación ni recompensa, sin más motivación que la exploración de los límites personales físicos y mentales.
Después de haber pospuesto este viaje al menos dos veces, ya que lo tenía pensado desde mayo o junio, por fin todo cuadró para efectuarlo el pasado sábado 27 de noviembre, un día particularmente fresco, pero en el que el Sol no dejaría de acompañarme, y eso siempre anima. También tuve la suerte de que la dirección del viento no me molestaría, antes al contrario, podía ser favorable en algunos tramos, y como en líneas generales la ruta es descendente (al menos en principio y sobre el papel), todo ello haría más llevadero el trámite.
A las 9:37 horas estaba ya montado en mi Émonda, bien abrigado con camiseta térmica y una chaqueta cortavientos y con forro calentito, además de un sotocasco específico para el frío, y un culotte de pernera larga y buena badana. El primer tramo hasta San Juan del Puerto pasé algo de frío en las manos, pero pronto se pasaría tras el calentamiento corporal ciclístico habitual. En la bici se mueven grupos musculares grandes, correspondientes sobre todo a cuádriceps y piernas en general, pero también espalda, brazos, y si pedaleas de pie ya se produce un baile en el que entran en acción prácticamente todas las fibras de tu cuerpecito. Músculos grandes implican calor, y hay que refrigerarlos, lo que provoca en mi caso que toda mi ropa, por muy técnica que sea, se empape y pierda mucho líquido y sales.
Como decía, atravesé tranquilamente San Juan del Puerto, ojo avizor porque los fines de semana la gente conduce a otro ritmo, descuidadamente, para donde quiere, gira al tuntún, arranca sin avisar, y abre puertas como si la calle fuera el pasillo de su casa...
Pronto me desvié hacia Lucena, y a la altura de esta población encontraría la subida más importante del viaje, que acometería con tranquilidad y buen paso. El ritmo era tranquilo, pues tenía muchos km por delante y quería guardar fuerzas por lo que pudiera pasar. En estas ocasiones hay que ser conservador para no llevarse sustos... Cuando llevaba poco más de hora y media estaba ya entrando en Almonte, antes de lo previsto. Iba a buen ritmito, feliz y prácticamente a solas. Tenía previsto parar a redesayunar, lo que hice en el primer bar que encontré en la travesía:
No quería perder mucho tiempo (la meta estaba en casa de mis padres, donde me esperaban para almorzar), pero aún así me había enfriado, y cuando comencé a pedalear de nuevo, toda la ropa mojada comenzó a mostrar la inclemencia inmisericorde de las frías mañanas de finales de noviembre.
Como ya conozco mi cuerpo, sabía que enseguida volvería a entrar en calor, sobre todo si acababa de ingerir alimento y bebida, como así fue: al cuarto de hora ya no me acordaba de la temperatura, y me dirigía tan a gustito hacia Coria del Río, pasando, o más bien rodeando, Hinojos, Pilas y Aznalcázar. Sería a partir de Hinojos cuando más tráfico aparecería, bien porque ya era mediodía, la orilla estaba más agradable, o porque hay más población repartida en pequeñas urbanizaciones, diseminados y localidades junto a la carretera. Aún así, en ningún momento percibí más peligro que el que pudiera derivar de algún tramo con nefasto firme.
En algún punto acercándome a Bollullos de la Mitación, al ponerme de pie sobre los pedales para afrontar un pequeño repecho, noté una sensación rara y desconocida en mi cuádriceps derecho, como un temblor o amago de calambre. Inmediatamente bajé el ritmo, y me aparté a la entrada de una finca para estirar espalda y piernas un ratito. Me había ido animando viendo la cercanía de la meta, pues llegar a Bollullos era un punto interesante: a partir de ahí es prácticamente cuesta abajo hasta Coria. Mis pedaladas alegres y confiadas fueron, pues, atenuadas. Caí en la cuenta de que había bebido muy poco en todo el trayecto, achaco tal circunstancia al frío reinante, que no anima precisamente a ingerir bebida, de modo que tomé un par de sorbos. Una leve deshidratación, unida a la pérdida de sales minerales, pueden ser suficientes para provocar no sólo un calambre (que puede ser algo puntual y pasajero en el mejor de los casos), sino también un fuerte descenso en la capacidad de rendimiento.
Bueno, la sangre no llegó al río, pero quien sí que llegó fue un servidor, ya en Coria, en el clásico sitio para cruzar el Guadalquivir a bordo de una barcaza o miniferry que me costó 120 céntimos. El artefacto se llenó enseguida con cuatro vehículos a motor y catorce velocípedos además de mi Trek, y en un ratito ya estábamos en la otra orilla.
Este trance de esperar que arrancara el peculiar transporte, sumado al trayecto, hizo que me volviera a enfriar, pero ya quedaban apenas 16 km para la meta, todo llaneando por terreno conocido, sin sorpresas. Pero a los dos kilómetros de pedaleo me volvieron las curiosas contracciones involuntarias del muslo derecho, así como otros efectos similares en el isquiotibial izquierdo. ¿A dos bandas? Maldije mi suerte, con lo cerca que estaba ya... Volví a hacer una pausa para estirar, bebí agua, tomé una barrita energética que llevaba, con la suerte de que el terreno adolecía de cuestas, fue dejando caer el peso de las piernas una y otra vez sobre el pedalier, avanzaba tranquilo a unos 20 km/h, quizá un poco más, pero iba bien de tiempo, feliz, sonriendo de lo fácil que había sido, y contento por las enseñanzas aprendidas. No se volvieron a repetir episodios de contracturas, creo que la deshidratación fue la principal causa.
Unas pochas con langostinos me esperaban a mesa puesta, tras reconfortante y cálida ducha.
¡Y qué bonita sensación de libertad transportarse en bici!
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