La maravilla de la soledad, cuando ésta es buscada. En estos nuevos tiempos en que el contacto social está mal visto, mal acogido, y estando confinado perimetralmente al ámbito del término municipal, es necesario echar mano de recursos e inventiva y buscar nuevas rutas alejadas de las sobrecargadas vías habituales de deportistas a quienes no importa la aglomeración.
La zona Norte de Huelva es desconocida, o quizá odiada, por los ciclomontañistas, dada sus características: paisajes monótonos, pistas rectilíneas que no aportan motivación alguna, parajes abiertos en los que el viento hace estragos en el avance del pedaleo... Si a todo eso añadimos que en cuanto caen cuatro gotas todo se convierte en un barrizal insoportable, mejor quedarse en casa haciendo rodillo.
Pero ya hubo, y quizá habrá tiempo para el rodillo. Hay que salir de la poltrona, de la mesa camilla en la que uno está tapadito y bien calentito, y echar mano de la bici, atravesar los páramos cultivados hechos barro, rodear asentamientos, coger por el Camino de Valverde, antaño pista casi forestal de gravilla, después mal asfaltada y llena de agujeros y rotos, y ahora, oh sorpresa, perfectamente lisa y de impecable asfalto en su mayoría (no me lo esperaba, podía haber hecho el 80% de la ruta con la flaca, joder.
Y por esa carreterilla que lleva hacia el Norte, más aún, fui atacado por un mixto mastín, de esos con el rabo cortado, malencarado, de color rojizo y con manchas negras, marrones y blancas, que corrió durante unos treinta metros por un camino paralelo a la carretra y de pronto dio un salto y salvó la pequeña cuneta y se lanzó sobre mí. Yo he tenido muchos perros, y también he sido perseguido y atacado por varios durante mis muchos años de correr y de bici, y sé como sortear ese abrumador ataque. Pero, ¿y si hubiera sido un niño, un señor mayor, mi limitador que últimamente da paseos tranquilos en bici? No quiero ni pensarlo. No quiero ni pensar qué pasa por la cabeza del dueño de semejante bestia, que deja suelto por la vía pública a un animal tan peligroso.
Pasé por El Judio, unos diseminados semirrústicos, y cogí un carril rodeado de dehesa con caballos sueltos. No esperaba ver esa belleza en aquel lugar y en aquel momento. Pronto olvidé el affaire del perrito, y seguí pedaleando hasta casi Trigueros, donde enganché carril bici hasta casi San Juan del Puerto, y de allí por las pistas habituales, con el Sol queriendo ocultarse, y sin amainar el viento, hasta casa.
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