Y llegó el ansiado día 2 de mayo, fecha señalada históricamente por otros motivos desde principios del siglo XIX, pero en estos momentos pocos se acuerdan de aquello.
Miles de seres humanos en la ciudad estaban deseando salir, y salieron como toro del chiquero, embistiendo y llevándose por delante lo que hiciera falta, algunos ordenada y civilizadamente (quiero pensar que la mayoría), pero otros con total desprecio no sólo por la norma y la recomendación (que uno puede desoir y desobedecer si va en contra de la moral o de la lógica, ateniéndose a las consecuencias que se deberán aceptar), sino hacia el prójimo, el vecino, el conciudadano. Es el egoísmo llevado a la máxima expresión, la materialización del pasotismo hacia el vecino, el congénere, la absoluta ignorancia de las más elementales reglas de educación y urbanidad. El superhombre, el lobo de Hobbes, nos rodea, aflora en estas circunstancias de crisis en que algunos sujetos se vuelven irascibles, su conducta transmuta a otra personalidad, se vuelve irreconocible.
Pero vivimos en sociedad, y si a uno no le gusta lo que ve, puede hacer tres cosas: aguantarse, intentar cambiarlo, irse a otro sitio. Pero nunca, repito, nunca, se puede permanecer en el sistema viviendo a tu puta bola, porque el propio sistema te cogerá, te engullirá, te masticará y finalmente escupirá una pulpa contigo.
Tampoco defiendo ahora aquello de "ver-oir-callar", sino algo más sutil, o más elaborado: ver, oir, callar, hacer lo que te salga del navo siempre que no molestes a nadie.
Pues el día dos, sábado, a las 9:15 horas salí con mi bici de carretera para tantear los ánimos y el tránsito por el puente Sifón, antiguo Puente de Punta Umbría, ya que sospechaba que al final del mismo podría haber un corte al ser el límite del término municipal, barrera infranqueable según el Decreto del día anterior. No había nadie que impidiera el paso hacia el carril bici que une Huelva con Punta Umbría, pasando por los términos de Aljaraque y Gibraleón. Bien, me dije, mañana será mi día.
A las 20 horas salí con la máquina de discutir a dar un paseo, lo que fue un error y una experiencia nefasta por lo que ya he explicado más arriba.
A las 8:15 horas del domingo salía de mi casa sobre una de mis bicis de montaña, soñando con surcar los senderos entre los pinos, pero me topé con el muro de tres patrullas de la Guardia Civil, en total seis robots verdes, que juzgaban la conveniencia o no de ir para acá o para allá en función de criterios que sólo sus circuitos neuronales programados comprendían: si vives en Huelva, no puedes pasar, y o te das la vuelta o sigues hacia el dique Juan Carlos I, hasta una cinta policial que cruza la carretera, momento en que hay que dar la vuelta y regresar (p.k. 11 de dicha carretera); si vienes de Huelva pero vives en Aljaraque, puedes pasar hacia Aljaraque (pero cómo coño puede ser que vengas entonces de Huelva?); si vienes de Aljaraque y vives en Aljaraque, no puedes pasar hacia la ciudad, pero sí seguir por la carretera del espigón (pero cómo, si eso es término municipal de Huelva?); si vienes de Aljaraque pero vives en Huelva, puedes seguir hacia Huelva o hacia el espigón (pero cómo coño puede ser que vengas entonces de Aljaraque?).
Imposible razonar con ellos, de modo que me veo obligado a hacer una de las cosas más horribles que hay en ciclismo, que es seguir muchos km por carretera con una bici de campo.
La vida se abre camino rápidamente, pues cada grieta, junta de dilatación, o al borde alcantarillas y tapas de registro, está surcada de hierbas y pequeñas plantas que al no ser constantemente pisadas han aflorado. Durarán poco.
Muchos ciclistas, aficionados habituales, pero también casuales pedaleros de oportunidad, con tal de escapar un poco de la urbe. En general la concordia, las sonrisas, los saludos, han sido la tónica habitual, lo que se agradece. A la vuelta, 9:30, ya no estaban los agentes del orden en el cruce conflictivo, cicunstancia que aproveché para adentrarme hacia el lado prohibido, mucho más atractivo (como suele ocurrir siempre) que lo permitido. Llegué hasta mis amados pinares, di una vuelta por algunos senderos sin extenderme mucho, comprobando que la hierba y los matojos lo inundan todo, y volví al carril bici.
Pero ya era tarde, y fruto de la casualidad quiso el destino que mi persona fuera interceptada por otra patrulla benemérita que había detenido a un vehículo en el principio del puente. Yo ya tenía pensada una excusa que contar si esto me ocurriera, aunque la norma es la norma, y estaba preparado para apechugar y soportar lo que me quisieran echar. Al final la cosa no pasó a mayores, una mera amonestación verbal, como si el guardia fuera mi padre y yo un hijo díscolo y rebelde.
Llegué a casa a las 10:55. Sano y salvo, cansado después de 52 km, pero feliz de que todo hubiera salido bien.
El sistema del desconfinamiento tiene fallos, es imposible contentar a todo el mundo, y tenemos que adaptarnos lo mejor que podamos. Es lo que hay. Pero a lo mejor no interesa ese nivel de estrés por pedalear un par de horas a mediodía (pues entre las 6 y las 7:30 hay poca luz, y por la tarde a partir de las 21:30 nos encontramos en la misma tesitura) o por la noche, y con los límites espaciales que nos imponen. Yo era feliz por poder dejar guardado el rodillo, pero quizá tengo que volver a cogerlo.
Ya veremos.
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