Esta mañana desperté a ls 8:25, decidí cerrar los ojos y seguir en la cama un rato más. Mi plan de montar en bici en el fresco de la mañana se iba escapando lentamente entre las penumbras de mi habitación.
A la 9:11 ya no puedo seguir en la cama y rompo la soledad de las estancias de la planta baja de la casa, silenciosamente, tranquilamente, casi aburridamente.
Me trago un documental sobre la vida y la carrera de Jack Nicholson. Tomo un desayuno. Sigo dando vueltas a qué actividad realizar. Lo de la bici queda finalmente descartado: el calor amenaza. Lo de dar un paseo en moto... ayer ya tuve suficiente, la rubia se portó como uno espera de ella, dulce pero afilada, solícita pero mordaz, frágil pero dura. Es una amante espectacular.
Decidí bajar a darle una pequeña limpieza retirando los mosquitos del frontal y ajustar la suspensión trasera. La tarea de lograr el centaurismo parece no tener fin, siempre se puede aquilatar algo más. Le vuelvo a colocar su funda y me despido de ella. Hay que minar a los juguetes par que te recompensen después, eso creo.
La mañana avanza, los demás han ido despertando, alguien ha echado el toldo en el patio: aprovecho para sentarme con un libro entre las manos, “Tras el incierto horizonte”, continuación de esa obra maestra que es “Pórtico”.
Un domingo cualquiera, síntomas claros de que el verano está aquí. Quiero orbitar el planeta Pedalier, pero o no veo el momento, o no hay ganas, o cualquier otra excusa. ¿Me pasaba eso antes?
Me pregunto cuánto he cambiado, y al respecto me vienen a la mente estos versos de Rubén el nicaragüense:
Juventud, divino tesoro,
ya te vas para no volver.
Cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer.
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