miércoles, 21 de noviembre de 2018

Lo intenso

Hay muchas maneras de encarar una sesión de kite. Me gusta hacerlo alejado de los demás, o guardando cierta distancia. Pero a la vez, acompañado de aquellos con los que me siento seguro. Sé que no me defraudarán, no molestarán, comparten el concepto, la ilusión y la técnica, buscamos lo mismo. 
Hacer kite en las olas con mi Julen de mi alma (ese hermano que nunca tuve), mi hijo Manu (que en poco tiempo ha desarrollado un interés y un saber hacer increíbles en el surf), mi maestro Lolo... significa duplicar el placer de la experiencia. Compartir es vivir, es amar, dicen, y creo que algo hay de verdad en eso.

Esta tarde este fue el final de una navegada casi gloriosa:


Aparantemente estaba fuerte para 9 metros, y había algo de llovizna a ratos, presencia de nubes muy grises. Podía pasar cualquier cosa. Es fundamental acercarse a la orilla y ver in situ lo que está pasando: todos montan 9, incluso alguno 10 metros. Pero mi olfato me señala algo distinto, o es que el distinto soy yo... Entre que vuelvo al coche, monto la 7, me cambio la ropa de calle por el neopreno, tiro las líneas, caliento un poco los hombros... parece que ha bajado un poco el viento. Eso siempre pasa, y no sé si es real o sicológico (quizá debería estudiarlo).
Sea como fuere, me lanzo con mi Drifter del 2012, y aunque alguna que otra vez tengo que remar un poco (sólo un poco, eh), en general me desenvuelvo muy bien. Como quiera que me gustan las olas, y la cosa está que arde en nuestro parque de atracciones, pronto llego a los picos y disfruto en total soledad. Elijo la que quiera a placer, y algunas son verdaderamente grandotas. Pero con los años navegando, y llevando el material adecuado, uno se acostumbra a estar entre dragones con cierta tranquilidad. A pesar de ello, la tensión está ahí, hay que observar todo muy bien, lo que viene, lo que va, y no sólo en el agua, sino que uno tiene que mirar cada poco al cielo y controlar la evolución de la borrasca. 
Finalmente, el Sol aparece, un gran claro se abre. ¡Oh, maravilla! El viento no tardaría en empezar a bajar su intensidad, es el momento de ir yendo poco a poco, entreteniéndose por el camino con algunos saltitos y transiciones, saludo a algunos conocidos en el agua. 

Y esto es lo que queda al final de mi expedición acuática:


El cuerpo sigue a la mente, y de eso no somos conscientes apenas. Yo, en pleno proceso de envejecimiento, a mis casi 47 tacos, cada vez pienso más en esa correlación causal, normalmente inconsciente, pero otras muchas veces de manera consciente.
Tomo conciencia, y del mismo modo que uno es capaz de crear la memoria muscular, creo que no ando desencaminado si afirmo que igualmente se puede elaborar una memoria neurológica paulatina mediante la cual, con el ejercicio de una actividad, determinatemente, adapte mi pensamiento a las carencias que van apareciendo en el plano físico. 
Es importante conocer tus límites y actuar en consecuencia, pero también es cierto que a menudo los límites pueden estar más lejos de lo que uno cree. Intento, por ello, cuidarme, cada vez más. Como cosas de las que antes huía como de la peste, y me abstengo de hacer cosas que antes me daban igual. 
Noto los cambios en mi cuerpo, pero también dentro de la cabeza, y hago un esfuerzo diario, constante, de adaptación. Acercarse a la cincuentena es entrar de lleno en la crisis de la mediana edad. Algo que se relacionaba antes con  cumplir los cuarenta, pero ahora nos mantenemos jóvenes y fuertes más tiempo. Los cincuenta son los nuevos cuarenta, quiero creer, y es una edad a tener en cuenta. No estoy al nivel de las pirámides de Egipto, pero todo se andará.

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