Tras varios intentos fallidos por cuestiones meteorológicas, por fin pude acudir a la invitación por parte de un desconocido para dar un paseo en un velero, cosa que yo nunca antes había hecho.
El elemento con flotabilidad impulsado de forma limpia con la única ayuda del aire en movimiento era más grande de lo que yo pensaba. Mi cuñado Ignacio, artífice del encuentro por ser familiar directo del patrón, no sabía nada sobre medidas, características, ni posibilidades de la embarcación, de modo que una vez en Puerto Sherry, y situados en faena, me contó Servando, que así se llama el navegante, que se trata de un cuarenta y nueve pies, que vienen a ser unos quince metros de eslora, lo que no está nada mal.
La madera de teca abunda en este tipo de embarcación, por su resistencia a los elementos, supongo, y ser agradable al tacto y a la vista.
Viento muy suave nos acompañó toda la travesía, que fue desde el mencionado puerto hasta el extremo más alejado de Rota, donde dimos la vuelta y llegamos hasta el nuevo puente de Cádiz, bajo el que pasamos, y de allí a puerto nuevamente. Seis horas más o menos, con mar tranquila y sin contratiempos.
Almorzamos a bordo a base de tortilla de patatas (o española), chacinas, queso, y empanada argentina, regado con Cruzcampo fresca.
Nos acampañó mi ahijada Marina, cuyo nombre era muy apropiado para la aventura del día. Lo que se ve al fondo es el skyline de Cádiz:
Arribamos con el sunset, un momento mágico. Empezaba a hacer fresco.
Un día muy bonito, que tardaré en olvidar, y que no sé si repetiré, a pesar de que seré bienvenido cada vez que quiera volver. No es mal rollo, pero se trata de una actividad quizá un poco demasiado tranquila para mi gusto.
El tiempo lo dirá.
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