Con el yerro finalizado y listo para su rebautizo en terreno campestre, esperando en el zulo allá abajo, acompañada de otros de mis velocípedos ciclomontañeses, he pasado toda la jornada laboral con una sola cosa en mente: salir a montar.
Pero, ¿acaso debo achacar a la edad, o al cansancio acumulado, o al frío día de hoy, la desidia que invadió todo mi ser justo cuando acabé el espectacular almuerzo que con tantísimo cariño había preparado Hope?
Qué se yo.
Lo único verdaderamente cierto es que mi cuerpo cayó en letargo o seudo-hibernación, cosa que sólo fue capaz de resolver una pequeña siesta... que se convirtió en una señora siesta. Sí. Mea culpa.
Cuando al fin volví a este mundo de los vivos, ya había pasado media tarde. Por lo tanto había perdido media tarde planchando la oreja de forma extemporánea, aunque eso sí, placentera. Me tomé una cocacola light, cuyo frescor y dulzura me devolvió un poco de ánimo, y estuve leyendo y trasteando por los internés, muy tranquilamente acomodado en mi sillón reclinable, y por tanto no hice ninguna de las actividades que tenía previstas para hoy, verbi gratia: montar en bici para estrenar la Explosif; reparar el infla-infla de cometas que se jodió el domingo; comenzar el radiado de la rueda delantera para la Ktm.
Ahí quedan para posterior momento.
Llegadas las 20:30, ya no pude más, y con un aviso de la conciencia, aún en contra de lo que me pedía el lado más vago de mi ser, me calcé las Nike y me fui a correr por la ciudad durante 25 minutos y 54 segundos exactamente. Lo agradezco ahora. No se puede ser tan perro, coño! Hay que forzarse y salir a estirar un poco los músculos. Hay que moverse, haga frío o calor, y olvidar la excusas y los mecanismos de esa arma terrible que es nuestro cerebro, que busca siempre comodidad y ahorro de energía.
Amén.
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