La historia se repite, gira en círculos. El hombre vuelve atrás una y otra vez, y curiosamente lo retro se vuelve a poner de moda.
Ha pasado muchas veces. Tras una era en la que lo postmoderno era lo más in, en que la máxima tecnología era muy cool, se inicia una corriente en busca no sólo de la estética, sino también del sonido, el tacto, el olor, de aquellas máquinas de los ochenta, incluso los setenta.
A mí, particularmente, me encanta, porque crecí admirando esas motos, babeando mientras devoraba revistas, perdiendo el sueño durante cienes y cienes de noches en las que a menudo soñaba que montaba una de aquellas maravillas.
El tiempo pasa, y lo que nos ha tocado es lo que nos ha tocado vivir. Uno era joven y estaba loco, y quería más y más. "Demasiado nunca es suficiente", era nuestro lema, sí.
Pero nos hacemos mayores, la alopecia nos visita, las canas inundan mi rala cabellera, y mi cuerpo presenta alguna que otra cicatriz, unas más serias, otras meros recuerdos de curvas que fueron tomadas a destiempo, con poca pericia o con exceso de arrojo...
Ahora los caballos de vapor cada vez importan menos, y volvemos la vista atrás tratando de atrapar ese recuerdo que se halla en algún recoveco de nuestro cráneo.
Lo que empezó como una moda entre los más freaks, aquellos que tenían alguna moto vieja y semioxidada en el garaje de sus padres, que restauraron a medias para simplemente poder usarlas con unas mínimas garantías de éxito, poco a poco se ha ido convirtiendo en una fiebre entre los preparadores profesionales, que ven cómo su negocio se amplía mucho más allá de las sempiternas Harley, cansados de hacer siempre lo mismo. Y yo me alegro, porque creo que lo he dicho ya, y por si acaso no lo dije, ahí va: las harley no valen para nada, son unos malditos hierros sin gracia, y nunca comprenderé su éxito. Y hablo con conocimiento de causa.
Me desvivo y admiro el trabajo de algunos fieras del cincel, la llave inglesa, el serrucho y la soldadora: