Camino por el sendero de tablas que me lleva a la arena de la playa. El viento acaricia mi barba de varios días, testigo vivo de mi desidia. Cierro los ojos para sentir mejor la brisa en la cara. Es fantástico cómo se puede disfrutar de una cosa tan simple.
A menudo, en medio del bosque de pinos en que se ha convertido el territorio entre Aljaraque y Cartaya, mi recorrido habitual de mtb, paro en cualquier lugar apartado a escuchar el silencio. Curioso eso de escuchar el silencio. Algún trino de aves autóctonas que no se distinguir (de todo no se puede saber, digo yo) rompe el momento, o añade color, según como se mire. Echo una meada, bebo agua, dejo que esa gota de sudor escurra y caiga al suelo por sí sola. Me quito el casco y las gafas para sentir el aire libre. Puedo pasar varios minutos, ahí apoyado en el tubo horizontal de la bici, sin hacer nada, simplemente respirando, siendo consciente de mí mismo y nada más. Es sencillo, y a la par tan raro...
Recuerdo vívidamente el primer día que logré volver al sitio, iba y venía sin perder barlovento. Fue en Septiembre del año pasado, o a finales de Agosto. Ganaba terreno al viento sin problemas, empezaba a disfrutar de la navegación con la cometa. En el camino de vuelta hacia el coche descubrí que lloraba. Había sido un año y medio largo y duro, pero había superado, victorioso, el dolor, la tullidez pasajera, la falta de fuerza muscular, y me había incorporado al trabajo sufriendo mucho, con la pierna en muy mal estado, pero había que hacerlo. Hay que tomar decisiones, hay que estar, hay que ser. Lloré, de alegría, de emoción, noté que la vida se abría paso en mi interior. ¡Dioses, que feliz me sentí!
Muchas veces, casi cada vez que he vuelto de Punta Umbría por la autovía, en la larga recta con el Sol de cara, pronto a ocultarse, ese momento en que ya agotado, con las ventanillas bajadas, a velocidad moderada o baja, y alguna buena canción sonando en el reproductor del coche, me he sentido tan feliz, simplemente disfrutando de ese momento, culminación de un día. Sólo ese momento, por vivirlo, ha merecido levantarse temprano.
Un viaje en moto tiene muchos momentos. Uno de los mejores es cuando encuentras el ritmo. Entrar en comunión con la palpitación del motor, que parece acompasarse a tu propio corazón, a la velocidad de tus pensamientos... se llega al centaurismo total y el tiempo parece no transcurrir. Todo desaparece a tu alrededor y al mismo tiempo eres consciente de los olores, los paisajes, los colores. El que vive ese momento queda enganchado a la moto. Para siempre. Hace que te olvides de todo.
Hoy parecía que podía entrar el viento. Ha sido un día raro, soplando Sur toda la mañana, con 15 nudos y rachas de hasta 18, varios privilegiados han navegado a mediodía.
La tarde en cambio, prometía algo, no sé muy bien qué, y decidí ir con Manu y ver si podíamos aprovechar algo...
Ha sido inútil. Mientras Manu montaba su cometa yo decidí tomar un café en el Mosquito. La ligera brisa había bajado en intensidad, y rolaba misteriosamente a Sureste, algo que yo nunca he visto aquí. De todos modos, allí solo, en la barra de ese atípico chiringo, miraba al horizonte y dejé de pensar mientras paladeaba el oscuro brebaje (les sale bien)...
Sentado en un taburete alto he vuelto a tener uno de esos momentos únicos. Puedo hablaros de ellos, instantes pasajeros que te llenan y que por sí solos justifican un viaje, un esfuerzo, una vida. Pero no espero que lo comprendáis, no puede hacer eso en realidad. Tienen ustedes que vivirlo.
La tarde, no obstante, no ha sido perdida en vano, no. Agradables charlas con el Maestro Cometero y con mi hijo, recogida de la tabla North en Rekite, un poco de lectura, el visionado de un episodio de la quinta temporada de Hijos de la Anarquía, la ejecución de ocho saludos al sol seguidos (surya namaskar)... Todo ello he podido hacer.
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