Me gusta ir temprano a trabajar. Más temprano de lo habitual, quiero decir.
No hay mejor cosa que avanzar bien de mañana por las calles vacías. La ciudad aún mantiene algo de calma y silencio, y yo, como amante de la calma y del silencio, me siento conforme y a gusto.
En esta época del año es incluso más placentero, pues ya ha amanecido y la presencia de luz solar es siempre fuente de energía y ayuda al buen ánimo.
Peeeeeero: esta semana estoy entrando a la hora "normal", y no una hora antes, por cuestiones de turnos, guardias y otras pequeñeces que no vienen a cuento. Por tanto, justo antes de las ocho de la mañana se produce una especie de hora punta. Todos corren, van con prisa. Es la hora a la que la mayoría de los funcionarios entran en sus lugares de trabajo, y por ende hay asimismo mucho movimiento de coches.
La parada del autobús se llena de empleadas del hogar que bajan en tropel de las humeantes cafeteras con ruedas, dejando tras de sí un ambiente cargado de efluvios humanos y perfumes baratos, a la par que hablan entre sí a grandes voces. Es la alegría de la mañana.
Algunos pájaros empiezan a revolotear, y elevan el tono de sus píopíos hasta alcanzar volúmenes hirientes para los oídos más sensibles.
La cosa va a peor.
Aprisa, tirando de la correa, podemos observar algún cánido que orina o directamente caga, apremiado por su incívico dueño que mira hacia otro lado. Hay días en que el tramo de las calles Palos y Fernando el Católico se convierte en un verdadero campo minado y no se puede levantar la vista del suelo, so pena de pringar uno de los regalitos que han ido sembrando por aquí y por allá, problema claramente agravado últimamente por la disminución de la frecuencia con que se limpia, o directamente la ausencia de todo orden y concierto urbano.
Coches que dan fuertes acelerones para adelantar por donde casi no se cabe y ganar ese par de metros de ventaja hasta el siguiente ceda el paso, o paso de cebra, o semáforo. Ridículo. Aspavientos e insultos dentro de la caja reforzada que otorga impunidad y anonimato.
El vendedor de lotería lleva ya una hora al raso, y es ahora cuando comienza a vocear su retahíla habitual, sin importar a quien despierte, o simplemente moleste. Todo vale cuando uno se parapeta tras la socorrida frase "estamos trabajando", como si eso fuera un salvoconducto para hacer lo que a uno le venga en gana, a su única y egoísta conveniencia, como si entonces su catadura (que no categoría) moral estuviera por encima por encima del resto de los mortales.
El autobús arranca para subir la Vía Paisajista, con enorme estruendo, dejando tras de sí una tóxica y casi opaca nube de carbonilla, azufres, y óxidos varios de carbono. Son los dinosaurios, los diplodocus de este siglo, a quienes nada les importa, y si quieres salvar tu vida más vale que les cedas el paso (aunque seas tú quien tiene la preferencia), o te apartes, o te escondas. No tendrán misericordia. Pobres, están tan mal pagados...
A la vuelta de la esquina de la calle San Sebastián con Mackay McDonald esquivo, de milagro, la gigantesca hez líquida de color grisaceo que viene de quince metros más arriba. Es el techo del mundo palomar. Las ratas del aire. Sin duda, hay un colombófilo entre el equipo de gobierno de esta sucia ciudad.
Delante de mí caminan un padre y su hijo, al que acompaña al colegio. El niño tira un papelito al suelo. Un malcriado, un maleducado, un mierdecilla. Tiene poco margen ya para ser enderazado, sobre todo cuando observo que el padre, en quien sin duda se ha reflejado el infante, abre una cajetilla de tabaco y no duda en tirar plastiquitos y fundas al suelo despreocupadamente mientras enciende, con ansia, su pitillo. Me obligo a dar unos pasos rápidos para adelantarlos y no sufrir los humos. La marcha a barlovento siempre es mejor.
Prefiero parar aquí, no sea que alguno me tilde quejica. No soy de natural quejoso, la verdad. Pero es que ya estoy hasta los McNuggets, todos los días lo mismo.
Esta ciudad no tiene remedio. El hombre no tiene remedio.
¿Queda esperanza? ¿A dónde nos dirigimos?