Es lo normal, el miedo al cambio está instalado en nuestro ADN, como lo está el miedo a lo desconocido, a la oscuridad, o a la muerte.
En cambio, en un alarde más de mi anómalo esquema razonativo (menudo palabro me acaba de salir, no creo que exista), el miedo al cambio no figura en mi diccionario cerebral, en mi vocabulario racional.
El miedo es algo que nos protege, nos preserva como especie, y no lo olviden: el cementerio está lleno de valientes...
El cambio, por lo general, es bueno. En mi caso, al menos, lo fue en casi todas las ocasiones, y digo "casi" por no faltar a la verdad auque ciertamente no recuerdo ningún cambio malo en mi vida.
Me gusta cambiar, aunque reconozco que a veces cojo cierto apego a cosas, objetos, situaciones, amistades. Eso no es malo per se, en mi opinión, siempre que me reporten sensaciones satisfactorias. De hecho, de unos años a esta parte practico el desapego de lo material, aunque esa es otra historia que poco tiene que ver con el cambio al que ahora me refiero.
Uno se acostumbra a lo que tiene, y se encuentra cómodo manejando situaciones que se controlan. Eso es lo normal, y yo no soy ninguna excepción. Pero a veces se presentan situaciones que nos ponen a prueba, y eso es algo que la mayoría detesta. A mí, sinceramente, casi me da igual, y a menudo afrontar algún tipo de reto es bueno, te ayuda a pensar, a esforzarte por mejorar, por dar el callo, por ser mejor.
El viernes de la semana pasada cogí el día de vacaciones sólo para aprovechar la mañana surfeando con Julius. Simplemente eso. Fue una experiencia fuerte a ratos, y acabó con el maletero lleno de cosas mojadas, cubos de arena, y con un cansancio que me duró todo el fin de semana. Estuvo bien y, por supuesto, repetiría.
El martes sopló de nuevo, y el miércoles también, y tras salir de la oficina tiré directamente a la playa habitual donde llevaban un par de horas Julius y Manu, amén de los locales habiuales. Llegué en el punto álgido de fuerza eólica y, tonto de mí, omitiendo cualquier cumplimiento a la primera regla del kitesurf (si se tiene, se lleva), había dejado en casa la cometa de 9 metros, pensando que con 14/15 nudos iba sobrado con la de 12 metros... Craso error: en el trámite desde mi casa hasta Punta, había subido cinco o seis nudos, y ahora iba pasado con la Switchblade de 12, una cometa especialmente potente... El horror: tuve que hacer frente a rachas de más de 20 nudos con ese cometón, esa pandorga demoníaca. La tuve que frenar casi al máximo para poder desplazarme a trancas y barrancas.
Mientras tanto, Julius iba y venía por la orilla, en el primer día que era capaz de hacer tal cosa. Fantástico!!!!
Yo no podía más que avanzar lentamente, sujetando como podía la tremenda potencia del bicho mientras entraba hacia el espigón, y a la vuelta, intentaba surfear las olas sin mucho éxito, por temor a salir despedido en cualquier momento... Pero la ocasión casual llegó por ventura, y cuando ya iba a abandonar la empresa de navegar, vi que mi amigo y compañero también se salía del agua después de tres o cuatro guarrazos en la orilla. Pobrecito, menos mal que ese está hecho de pasta dura.
Cogí su Drifter de 9 metros. Y ahí empezó todo.
Sólo puedo decir una cosa: esa cometa MOOOOOOLAAAAAA!!!!!!!!
Un par de largos para acostumbrarme a su velocidad, pues es una cometa especialmente rápida, y enseguida comencé a disfrutar sin parar. Más de una hora a saco, entrando y saliendo, planeando por la orilla, cortando las olas y volando hacia dentro, surfeando sin miedo, disfrutando del momento.
Veía en la orilla a Manu esperando, y a Pepe que estaba hecho una bolita engurruñado en la toalla, y a los demás recogiendo el material... Ya eran más de las ocho de la tarde, y yo seguía allí, aprendiendo con cada movimiento que hacía, cruzando la cometa sobre mi cabeza casi violentamente, dando pequeñas voladas, mis primeras pequeñas voladas con impulso de la cometa gracias a esa Drifter. Tal fue la confianza que me dio, tal fue el manejo fácil y espontáneo. Sin miedo al cambio.
Yo, que sólo pretendía navegar un ratito en compañía, que me resistía a los ofrecimientos de Pedro Ruiz y Manuel por coger cometas más pequeñas, todo por preferir seguir con lo que conocía, aunque fuera incómodo y poco adecuado... Di el paso, cogí algo nuevo, y resultó maravilloso, PERFECTO.
Lo mejor es que esa misma cometa pero en 7 metros es la que le he regalado a Manu para su uso personal. Jajajajaj.
Mientras tanto, después de dos años de cambios estrafalarios en la oficina, organizacion cambiante, casi caótica, dominados por una jefa neurótica y obsesionada con el control y la imposición de su criterio personal a toda costa, ahora que ha concursado y cambiado de plaza, han comenzado cambios inversoso. Algunos quieren, otros no. Y yo no hago ascos a nada, ya no. Que hay cambios, vale. Que no, pues también. No tengo miedo a nada.
Y por último, otro cambio reciente: la Sertao. Abandonada la idea de acometer curvas a gran velocidad, deslizar la rodilla por el asfalto, el olor a goma quemada, a cuero... a pesar de haberlo pensado mucho, siempre queda un poso de duda: ¿habré acertado?
Vale, la compra de una moto es algo visceral, algo sentimental, partiendo de la base de que una moto no es algo lógico, sino algo ideal, un concepto, una ilusión.
Esta mañana, aunque me sentía cansado, he salido a dar una vuelta. Mi pequeña BMW está en rodaje, y es menester hacer unos kilometrillos, aunque sea por carretera a ritmo tranquilo, que es lo que mejor me venía a mí. Conque cogí la antigua carretera Huelva-Sevilla, pasando por San Juan del Puerto. Seguí recto en dirección Niebla con la intención de llegar a La Palma del Condado, en cuyo circuito había tandas libres y unos amigos estaban disfrutando de sus máquinas RR. Poco después de pasar San Juan veo un cartel que indica una carreterilla hacia el Dolmen de Soto, si bien con aviso de que se encontraba en obras. Perfecto, pensé. Madre mía, menos mal que iba con mi moto todoterreno, porque la carretera no es practicable para motos normales ni para coches, está llena de grandes socavones, tremendas rajas transversales, y es estrecha y mal trazada. Dos coches que coincidieran no podrían pasar al mismo tiempo... En fin, llegué al conjunto dolménico y efectivamente, estaba cercado por una valla, cerrada a cal y canto, pero no hay ni rastro de obra, ni de herramientas o máquinas, aunque otro cartel anuncia la obra de conservación. Nada. Eso sí, alguien ha practicado un hermoso agujero en la valla para pasar a verlo. Estuve tentado de entrar. Pero el tiempo se me echaba encima y tenía otros planes. Dos kilómetros de vuelta y llegué rápido a la carretera de nuevo. Tras atravesar Niebla y su gran castillo, pronto llegué a Villarrasa y luego a La Palma.
En el circuito desayuné y estuve un rato de charla con los quemados y sus motos deportivas.
Tocaba volver a Huelva pero, claro, no iba a hacerlo por la autopista, y volver sobre mis pasos iba a ser aburrido, de modo que tiré hacia El Rocío, sabedor de que "mi reunión" estaba hoy recogiendo la casa que habían disfrutado el fin de semana anterior. Impresionante la arena invadiendo la carretera Almonte-Matalascañas a su paso por la aldea, aquello se parece cada día más al Oeste Americano.
Sin miedo me introduje en las arenas del poblado, esquivando a despistados turistas y decenas de autobuses llenos de personas mayores que entraban en tropel en la Ermita. A pesar de llevar una ruedas mixtas (que son cualquier cosa menos mixtas...), avanzaba con poca dificultad, quitando los constantes meneos de la dirección, cosa normal cuando se circula sobre arena. En un plis-plas llegué a Boca del Lobo, donde fue recibido y acogido con los brazos abiertos, literalmente. Un hito en mi historia motera reciente. Transitar por las calles de El Rocío con una moto es algo indescriptible, irracional, casi surrealista. Mientras otros lo hacían a lomos de sus caballos o coches 4x4, ahí estaba yo, jugándomela en cada cruce con esa trail que todavía no sé controlar muy bien...
Bueno, un par de botellines y una tapa de jamón hacen maravillas y recomponen a cualquiera. La salida de la aldea rociera fue mejor, aplicada la norma de "ante la duda, gassss", descubrí pronto y apliqué la técnica de conducción en arena que aprendí hace más de 20 años: es mejor ir ligerito que despacio. Efectivamente, en tercera velocidad a medio gas, sintiendo las pulsaciones del monocilíndrico, la moto va más recta, la dirección se mueve menos, y no se quedará atrancada en un banco de arena fina y profunda.
Jajajaja, hasta me lo pasé bien!!!! Y eso que iba con las gomas de calle. ¿Cómo será la cosa con tacos? Deseando estoy de que acabe el verano y le ponga los neumáticos que me permitan extraer lo mejor de sus capacidades.
En resumen: que vengan cambios, que vengan, que aquí estoy yo.