Hoy he amanecido con fuerza explosiva. Mi diario café antes de salir de casa ha sido la puntilla, el detonante, el último empujón. He salido hacia el trabajo, como casi siempre, en bici.
Ultimamente lo hago con la Otero Pentax de los primeros años 90, y he dejado las mtb para lo que son, para el campo. Con la flaca voy más rápido, me canso menos, y aunque va un poco corta de frenos me encanta su manejo.
A pesar de existir un amago de carril bici, fatalmente ejecutado por algún lumbrera municipal, habitualmente lo ignoro. ¿Por qué? El desprecio y la ignorancia de mis semejantes me obliga a ello. El seudocarril está normalmente invadido por “profesionales” que llevan a cabo su tarea de carga y descarga, o de simples paseantes que no tienen suficiente con la ancha acera de más de cuatro metros, o de mamás con carritos de bebé… Ni se les ocurra señalarles que ocupan un espacio de uso exclusivo para bicicletas. No. Así es la idiosincrasia del celtibérico común, es lo que hay. Es una lucha perdida, y mejor no malgastar energía discutiendo o intentando hacer entrar en razón al prójimo. El sentido común o se tiene, o no se tiene. La educación y la formación o se mama desde la cuna, o no. Y punto.
De modo que bajo por la calle Pablo Rada a toda velocidad con mi flaca, vía que a esas horas está casi desierta de otros vehículos. Hoy iba lanzado, ágil, rápido, potente. Adelanté a un par de coches esquivando puertas que se abrían, peatones nerviosos que llegaban tarde al trabajo y cosas asín. Cuando llegué al semáforo en rojo que había abajo del todo –donde me paré, sí, soy así de cívico, fíjense, llámenme loco si quieren-, se detuvo a mi altura un enlatado que dando voces me ha increpado señalando hacia el susodicho carril-bici. Hecho un energúmeno, ante mi cara de póker haciendo como que no le entendía o no le oía, ha bajado la ventanilla y me ha gritado que me fuera al carril-bici.
En ese momento se me pasan muchas cosas por la cabeza. Podría justificar mi no marcha por el carril de una y mil maneras, pero, ¿para qué? ¿por qué?
Ni siquiera le dije “no”. Justo en ese momento las luces reguladoras del tráfico en el cruce cambiaron a color verde, y salí disparado, introduciéndome a toda velocidad en la zona de calles peatonales del centro, donde no tengo que lidiar con la estulticia de esos irracionales miembros de nuestra sociedad.
¿Por qué?
- El carril bici no es obligatorio. Es algo común pensar que si vas en bici, y existe un carril, hay que usarlo por huevos. Eso no es así. No lo dice ninguna ley, norma municipal, ni siquiera el sentido común –como la experiencia personal me demuestra cada día-.
- Voy por donde quiero, siempre con respeto de las normas del tráfico y de los demás usuarios de la vía, lo que ya es bastante y, al mismo tiempo, lo mínimo que se me puede exigir. Sólo pido el mismo trato para mí por parte de los demás.
- El carril bici de Huelva es el más claro ejemplo de cómo no hacer un carril bici. Es estrecho, invade aceras y aparcamientos, no es respetado, aparece y desaparece arbitrariamente por capricho de las necesidades del servicio de autobús, taxi o cruces. Está mal señalizado, mal programado y mal construido.
- Me gusta ir por la calle, con los demás vehículos, a los que normalmente supero en velocidad y suponen un estorbo para mí y no al revés.
- Porque yo lo valgo.
Post scriptum: disculpen el post sin foto que alegre un poco la vista, pero como comprenderán, las circunstancias de la aventura narrada no eran las idóneas.
Puramente, con el último de los motivos expuestos ya me es suficiente, en mi fuero interno, para ir por donde voy. No hay más que hablar.
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