Pozí, hace ya bastante tiempo que no contesto a la pregunta, recurrente y obsesiva para los demás (por lo que he podido comprobar), de cuánto me ha costado tal bici o aquel reloj o esas gafas de sol, por no hablar del destechable motorizado.
¿A quién le importa eso? ¿Para qué lo quiere saber uno? Quizá, quién sabe, con ello se hacen una idea de mi poderío económico, o de mi nivel de chifladura... Craso error. Nadie puede saber mi nivel de chifladura, creo que podría engañar hasta a un siquiatra si me lo propusiera, en caso de que me interesara engañarlo, que pa qué, digo yo. Y mucho menos mi nivel económico, si es que lo tengo.
Mi capacidad de comprar objetos que me causan enorme satisfacción viene de dos máximas que sigo a rajatabla y que la experiencia de 40 años me ha enseñado: no comprar nunca nada a plazos (salvo la casa, claro), lo que me lleva a la segunda, que es ahorrar, y siempre se puede ahorrar un poco (sólo hay que tener verdadero interés y proponérselo).
Y es que el mundo de los hobbys es eso, un mundo aparte. Lo que se puede gastar, madre mía, un aficionado a los coches a radiocontrol, o al scalextric, o un radioaficionado, o un pescador, por no hablar de un cazador, un motorista, un coleccionista de relojes, o un ciclista.
Mi padre es un aficionado al estudio, a la filosofía, al arte, y se gasta la intemerata en libros. Tengo amigos que atesoran verdaderas fortunas (literalmente se gastan todo lo que ganan) en comics y en música. Porque sí, hay gente que sigue coleccionando cedés, aunque parezca increíble, que lo parece.
Así que, ya saben, no me vuelvan a preguntar cuanto costó el bisturí, por cuánto me ha salido el viajecito a Nurburgring, cómo se llama el Submariner o el Seamaster, y que nunca pagarían un euro por un Seiko de 40 años.